Como acabamos de indicar en el párrafo anterior,
este texto de Isaías nos introduce de lleno en toda la vida pública de Jesús,
nuestro Maestro y Señor.
Y comenzamos con la Encarnación de Jesús en las entrañas purísimas de su
Madre y nuestra Madre, María de Nazaret. Desde toda la eternidad, Dios ha
preparado su Venida fijándose en una doncella de Nazaret; ella fue concebida
sin pecado original, tal como correspondía a la Madre de Dios, conservándola
sin mancha de pecado alguno, proclamada solemnemente por el Papa Pío lX el 8 de
Diciembre de 1854 como el dogma de la Inmaculada Concepción.
Ella es la Zarza ardiente de Moisés que lleva al
Señor en su seno y no se consume. Ya en la visita del ángel Gabriel la llama “llena de gracia”, y le avisa que “el Señor
está contigo”; y su prima santa Isabel, esposa de Zacarías, la llama “bendita
entre todas las mujeres y bendito el fruto de su seno”. (Lc 2, 42-46)
Y en la ternura de Dios para con sus criaturas, le
pide permiso para engendrar en Ella por el Espíritu Santo a su Hijo Jesús.
María, accede con el “¡Fiat!”, “¡Hágase! Según la Voluntad de Dios.
Así, de esta manera se introduce en el mundo la
figura de Jesucristo, Pontífice y único Sacerdote, como puente entre Dios y los
hombres.
Y comienza la vida pública de Jesús, con el
Bautismo de su primo Juan, donde el Padre se manifiesta diciendo: “…Este es mi Hijo único, el Amado…”,
cumpliéndose así lo que ya habíamos visto en (Is 61,1). Jesucristo es pues el
Ungido de Dios, el Humilde por excelencia, el Cristo, que en griego significa
Mesías.
Este término de “unción” representa la permanencia
del Espíritu en la Humanidad de Jesús. Y es el Espíritu el que le envía como
primera misión a ser tentado en el desierto, para ser igual en todo a los
hombres excepto en el pecado. Lo relata Lucas: “…Jesús, lleno de Espíritu Santo, se volvió del Jordán y era conducido por el Espíritu en el
desierto durante cuarenta días tentado por el diablo…” (Lc 4,1) En los
versículos siguientes Jesús es tentado por tres veces, venciendo al Tentador
Satanás, que le esperará de nuevo para tentarle “en otra ocasión”.
Durante toda su vida pública, Jesús se mantiene en
constante unión con el Padre, cumpliendo su Misión en espíritu de obediencia, pues el Espíritu
Santo reposa en Él y su alimento es hacer su Voluntad, incluso entregando su
Vida al Padre.
Este sacrificio de Jesús, entregando su Vida para
el perdón de los pecados de los hombres, nos abre de nuevo las puertas de la
Vida Eterna, cerradas por el pecado original de nuestros primeros padres Adán y
Eva. Y es el único medio sacrificial por el que el hombre puede llegar a ella,
pues los sacrificios rituales del pueblo de Israel no tenían esa capacidad de
perdón. Y esto es por varios motivos:
1º El animal no tenía voluntad de ofrecerse en
sacrificio. Jesucristo se ofreció voluntariamente por nosotros
2º El sacerdote y el pueblo ofrecían una víctima
separada de ellos, ajena a su persona. Cristo se ofrece a sí mismo, en su
Divinidad, de valor, por consiguiente, infinito.
3º El sacerdote, lleno de pecados, como humano, no
tenía en sí mismo el Espíritu de Santidad. Cristo sí, de la misma naturaleza
que el Padre, Dios Eterno.
En la Encíclica “Dominum et Vivificantem” del Papa
san Juan Pablo ll, nos dice que la muerte de Jesús es fecunda, que en Jesús
actúa el Espíritu Santo, y lo consuela y santifica hasta el final de su vida.
En la Resurrección de Jesús, el Espíritu actúa y le
acompaña para situarlo a la derecha del Padre según se relata en el libro de
los Hechos de los Apóstoles: “…Así pues,
exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo
prometido y lo ha derramado…” (Hech 2, 32-33)
Por fin, cuando ha llegado su “hora”, ya anunciada
por los profetas, es cuando nos promete el envío del Espíritu Santo:”…Yo pediré al Padre, y os dará otro
Paráclito, para que esté con vosotros para siempre: el Espíritu de la Verdad, a
quien el mundo no puede recibir, porque ni le ve ni le conoce…” (Jn 14, 16-18),
y también: “… cuando venga el Paráclito,
que yo os enviaré de junto al Padre, el Espíritu de la Verdad, que procede del
Padre, Él dará testimonio de mí…” (Jn 15,26). Y Jesús continúa hablando del
Paráclito, el enviado por Él: “…Os
conviene que me vaya, porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito,
pero si me voy, os lo enviaré…” (Jn 16,7-8).
Más adelante, en este mismo capítulo dice Jesús:”… Cuando venga el Espíritu de la Verdad os
guiará hasta la Verdad completa, pues no hablará por su cuenta, sino que
hablará lo que oiga, y os explicará lo que ha de venir…” (Jn 16, 13-14). Es
decir, el Espíritu Santo, que nos conviene que venga, nos explicará toda la
Verdad de Dios Padre, nos revelará su
Nombre, para que el Amor con que Dios ha amado a su Hijo esté con nosotros y Él
también con nosotros. (Jn 17 26)
Este Espíritu nos es dado en Pentecostés, cuando,
estando reunidos en el Cenáculo los discípulos recibieron el don de lenguas,
como muestra el episodio narrado en el libro de los Hechos de los Apóstoles: “…De repente vino del cielo un ruido como
de un viento impetuoso, que llenó toda la casa en que se encontraban. Se les
aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre
cada uno de los Apóstoles, se llenaron todos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en distintas lenguas,
según el Espíritu les concedía expresarse…” (Hch 2, 1-5)
Ya no fue un viento suave como en el episodio del
profeta Elías en el Carmelo; fue un viento impetuoso, que les impulsó a hablar.
Es decir, les impulsó a llevar la Palabra de Dios, Jesucristo, su Evangelio, a
todos los lugares del mundo, representados por las diferentes formas de hablar.
Alabado sea Jesucristo,
Tomás Cremades Moreno
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