Así pues, el origen de la Iglesia, la Eclesía, la
comunidad de creyentes en Cristo Jesús y su Evangelio, tiene su origen en este
episodio de los Hechos de los Apóstoles, con la donación del Espíritu de Dios.
Este Espíritu es el que da Testimonio de Jesucristo, de su Palabra, que es su
Santo Evangelio.
Este Espíritu ilumina a los discípulos de todos los
tiempos, seglares, diáconos y sacerdotes, Obispos y el sumo Pontífice, el Papa.
De tal forma ilumina este Espíritu, que en el
martirio del protomártir Esteban,
diácono, los acusadores de él no eran capaces de enfrentarse a su sabiduría:
“…
Se presentaron algunos de de la sinagoga llamada de los Libertos, y otros de
Cilicia y Asia que discutían con Esteban pero no eran capaces de enfrentarse a
su sabiduría y al Espíritu con que hablaba…” (Hch 6, 9-11)
Merece la pena en este relato de la presencia del
Espíritu de Dios en la Iglesia, que nos detengamos muy brevemente en la
lapidación de Esteban: “…Pero él, lleno
del Espíritu Santo, miró fijamente al cielo, vio la gloria de Dios, y a Jesús
de pie, a la diestra de Dios; y dijo: “Estoy viendo los cielos abiertos y al
Hijo del Hombre de pie, a la diestra de Dios…”( Hch 7, 55-57)
Es decir, Esteban, imagen de Jesucristo en la Escritura,
que muere perdonando a sus asesinos, ve la Gloria de Dios y a Jesucristo como TESTIGO FIEL, en pie, como RESUCITADO, testificando ante el Padre
a su favor.
El libro de los Hechos de los Apóstoles, todo él,
habla de la influencia del Espíritu en su predicación; y así se nos relata
cuando Pedro y Juan acaban de curar a un paralítico en Nombre de Jesucristo.
Son increpados por los fariseos, y Pedro, tal como se dice textualmente, “lleno del Espíritu Santo”, catequiza a
los oyentes indicando que la curación ha sido por medio de Jesucristo a quienes ellos mismos crucificaron. Esta
afirmación sirvió para que sufrieran el castigo de la flagelación.
Más adelante, para seguir las trazas de la Iglesia
primitiva y la intervención del Espíritu
Santo en ella, nos encontramos con el envío a predicar de Bernabé y Saulo:
“…Mientras estaban ayunando y celebrando el culto al Señor, dijo el Espíritu
Santo: Separadme ya a Bernabé y a Saulo para la obra a la que les tengo
llamados…” (Hch 13, 3-4)
Hay un hecho relevante en los primeros tiempos de
la Iglesia que es el Bautismo de los primeros gentiles: “…Estaba Pedro diciendo estas cosas, cuando el Espíritu Santo cayó
sobre todos los que escuchaban la Palabra; y los fieles circuncisos que habían
venido con Pedro quedaron atónitos al ver que el don del Espíritu Santo había
sido también derramado sobre los gentiles, pues les oían hablar en lenguas y
glorificar a Dios…” (Hch 10, 44-47)
Más adelante, Pablo, el converso perseguidor de los
cristianos, y vuelto a la Vida por la acción del Espíritu de Dios, dirá a los
romanos en su Carta: “…El Espíritu de
Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos
ha dado…” (Rom 5,5), cuyo primer efecto es el perdón de los pecados,
introduciéndonos en el Amor de Dios derramado en nosotros: “…La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del
Espíritu Santo sean con todos vosotros” (2 Cor 13,13)
Es este Amor de Dios el que se derramó sobre
nuestros corazones el que nos ha sellado en arras sobre ellos. Dice san Pablo: “…Es Dios el que nos conforta juntamente con
vosotros en Cristo y el que nos ungió y el que nos marcó con su sello, y nos
dio en arras el Espíritu Santo en nuestros corazones” (2 Cor 1,21)
El cristiano está llamado a ser testigo de
Jesucristo en todo el mundo, y el
Espíritu Santo nos dará la fuerza para anunciarlo. Así nos lo dice Jesús
inmediatamente antes de su Ascensión a los Cielos: “…Cuando el Espíritu Santo venga sobre vosotros, recibiréis una fuerza,
y de este modo seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y
hasta los confines de la tierra…” (Hch 1,8-9)
La vida del cristiano es vida espiritual en el
Espíritu Santo, según la imagen de Jesucristo revelada en su Evangelio, y el fruto de esa imagen es la caridad, la
alegría, la paz, la paciencia, la afabilidad, la fidelidad la mansedumbre y la
templanza, como nos recuerda Pablo en su Carta a los Gálatas (Gal 5,22), pues
los que son de Cristo Jesús han crucificado la carne con sus pasiones y sus
apetencias.
El Espíritu Santo, que siempre es el Espíritu de
Cristo, nos impulsa a renunciar a nosotros mismos porque, como dice Mateo en
(Mt 16, 24-26): el que quiera salvar su
vida la perderá, pero el que pierda su
vida por mí la encontrará.
De esta forma, la Iglesia, que somos todos los
bautizados, participa de la acción salvadora y salvífica del Hijo, Jesucristo,
con la acción del Espíritu de Dios Padre.
Iglesia es comunidad de creyentes, pues el templo,
que no es la Iglesia, somos cada uno de nosotros como templo del Espíritu
Santo: “… ¿No sabéis que vuestro cuerpo
es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros, y habéis recibido de Dios,
y que no os pertenecéis? ¡Habéis sido bien comprados! Glorificad, por tanto a
Dios, con vuestro cuerpo (1 Cor 6,19-20)
Para finalizar,
hemos de recordar los siete dones del Espíritu Santo, dones derramados
en nuestros corazones, según la Tradición de la Iglesia:
1.- Don de
temor de Dios. Que se confunde con “temor a Dios”. Es temor a perderle por
nuestras iniquidades
2.-Don de
Piedad. Que nos hace amar a Dios como el único Señor; no como el primero, pues si fuera así, fácilmente
habría un segundo y un tercero…que podrían sobrepasar al primer Amor.
3.-Don de
ciencia. Que nos hace comprender la finalidad de las cosas creadas por
Dios, admitiendo nuestra pequeñez, aceptando sin comprender como María de
Nazaret, siendo los “pequeños” de Dios.
4.-Don de
fortaleza.- Para perseverar en nuestra fidelidad a Dios, realizando las
obras encomendadas por Él.
5.-Don de
consejo.- Para poder ayudar a los hermanos, con buen juicio en la presencia
de Dios
6.-Don de
entendimiento.- Para ayudar a comprender, penetrar y contemplar las
maravillas de Dios
7.-Don de
Sabiduría.- Para llenarnos del conocimiento de Dios. “Pues aunque uno sea perfecto ante los hijos de los hombres, sin la
Sabiduría que procede Dios será estimado en nada” (Sb, 9)
Alabado sea Jesucristo,
Tomás Cremades Moreno
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