Consideradlo, hijos míos,
el tesoro del hombre cristiano no está en la tierra, sino en el cielo. Por esto
nuestro pensamiento debe estar siempre orientado hacia allí donde está nuestro
tesoro.
El hombre tiene un hermoso
deber y obligación: orar y amar. Si oráis y amáis, habréis hallado la felicidad
en este mundo.
La oración no es otra cosa
que la unión con Dios. Todo aquel que tiene el corazón puro y unido a Dios
experimenta en sí mismo como una suavidad y dulzura que lo embriaga, se siente
como rodeado de una luz admirable. En esta íntima unión Dios y el alma son como
dos trozos de cera fundidos en uno solo, que ya nadie puede separar. Es algo
muy hermoso esta unión de Dios con su pobre creatura; es una felicidad que
supera nuestra comprensión.
Nosotros nos habíamos
hecho indignos de orar, pero Dios, por su bondad, nos ha permitido hablar con
él. Nuestra oración es el incienso que más le agrada.
Hijos míos, vuestro
corazón es pequeño, pero la oración lo dilata y lo hace capaz de amar a Dios.
La oración es una degustación anticipada del cielo, hace que una parte del
paraíso baje hasta nosotros. Nunca nos deja sin dulzura; es como una miel que
se derrama sobre el alma y lo endulza todo. En la oración hecha debidamente, se
funden las penas como la nieve ante el sol.
Otro beneficio de la
oración es que hace que el tiempo transcurre tan aprisa y con tanto deleite,
que ni se percibe su duración.
Cuando vamos a casa de
cualquier persona, sabemos muy bien para qué vamos. En cambio al ir a orar hay
algunos que incluso parece como si le dijeran al buen Dios: «Sólo dos palabras,
para deshacerme de ti...» Muchas veces pienso que, cuando venimos a adorar al
Señor, obtendríamos todo lo que le pedimos si se lo pidiéramos con una fe muy
viva y un corazón muy puro.
(S Juan María Vianney,
Santo Cura de Ars)
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