Tal vez resulte un poco chocante y hasta escandaloso que el título
de esta carta sea sobre la tiranía del diálogo y creo que pueda hasta
dar la sensación que es un despropósito utilizar la palabra tiranía
en algo tan importante como el diálogo. Pero si nos atenemos a los hechos
que ocurren en nuestro ambiente social, nos daremos cuenta que lo que
no se consigue de buena manera -“a las buenas”- se consigue “a las bravas”
(con manifestaciones, algaradas y hasta con violencia). De seguir
así ya no hay ley, ni norma alguna que pueda parar a aquellos que quieren
dialogar pero imponiendo su criterio y sólo su criterio. A esto ¿cómo
se le puede definir? ¿Diálogo pactado, diálogo convenido, diálogo
advertido, diálogo mortecino, diálogo de conveniencia…? El diálogo
nunca se impone sino que busca caminos para que la verdad y la justicia,
el amor y la misericordia concuerden. Si no es así, el diálogo se convierte
en una palabra formal- cuasi mágica- pero que nada tiene que ver con la
búsqueda del bien y de la verdad.
Es muy común escuchar y oír decir que siempre es conveniente dialogar.
Y es cierto. Pero ¿a qué precio? Cuando hay una disponibilidad en la
búsqueda y se realiza con humildad, es el buen camino para afrontar las
circunstancias -por muy contrastantes que fueran- que pueden llevar a
la meta de lo que se ha venido en ejercitar y es la comunión: “la unión
en común”. Ahora bien, en el diálogo auténtico siempre se han de sostener
y mantener los principios fundamentales que nunca deben ni desplazarse,
ni destruirse. Cuando por conveniencia o por lo que se lleva en lo políticamente
correcto se somete de forma servil y se mimetiza con las imposiciones
ideológicas, el diálogo se convierte en una mentira existencial. Es
un diálogo cobarde. De ahí que nunca se puede llamar auténtico diálogo
a los pactos cobardes. En este caso impera más la tiranía que la comunión.
Son las nuevas tiranías con una capa preciosa pero ocultando como dice
Jesucristo que son como “los sepulcros blanqueados que por fuera aparecéis
hermosos” (Mt 23, 27).
En los tiempos
fuertes que nos toca vivir se requiere un mayor sentido común y un mayor
discernimiento. “Muchas veces se exhibe una apariencia de virtud y
se ambiciona una fama engañosa, sin ningún interés por la rectitud
interior; así, lo que no es más que maldad escondida se complace en la
falsa apreciación de los hombres. El que ama a Dios se contenta con agradarlo,
porque el mayor premio que podemos desear es el mismo amor; el amor, en
efecto, viene de Dios, de tal manera que Dios mismo es el amor. El alma
piadosa e íntegra busca en ello su plenitud y desea otro deleite” (San
León Magno, Sermones 92, 1-2). Todo esto nos advierte de la sutil mentira
donde se puede caer a la hora de dejarnos engañar por los falsos diálogos.
El mismo Jesucristo sigue afirmando: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos
hipócritas, que limpiáis por fuera la copa y el plato, mientras por dentro
quedan llenos de rapiña y de inmundicia!” (Mt 23, 25).
La verdadera
autoridad es aquella que ayuda a crecer a las personas en todos sus ámbitos.
Y esto nos lo enseña, de modo especial, el Señor con su ejemplo y su palabra.
Ante los hipócritas y fariseos les desmonta todo el orgullo que llevan
por dentro: “¡Guías ciegos, que coláis el mosquito y os tragáis el camello!”
(Mt 23, 24). ¿Por qué Jesucristo arremete contra ellos? Porque su diálogo
era pura tiranía, pura apariencia, puro egoísmo y puro escaparate:
“Porque limpiáis el exterior del vaso y del plato, pero por dentro estáis
llenos de robo y desenfreno” (Mt 23, 25). No cabe duda que para dialogar
conviene ante todo mirar cómo va el itinerario de la interioridad y
cuál es el modo de hablar sinceramente. Si no es así, el diálogo se convierte
en un “diálogo de sordos” o más bien en una tiranía aparentemente bonancible
pero llena de maldad.
+ Francisco Pérez González
Arzobispo de Pamplona y Obispo de Tudela
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