En el corazón el hombre, de todo hombre, habita un anhelo de bien, de felicidad, de plenitud, en definitiva, de salvación. Este anhelo puede revestirse de los más diversos ropajes, de las ideas y representaciones más dispares, pero, en el fondo, todos deseamos que nos vaya bien, que nuestra vida no se malogre; y esto incluye, naturalmente, que tal suerte abrace también “a los nuestros” (cuyos límites, si bien se piensa, se ensanchan hasta incluir a la humanidad entera). Es una sed de amar y ser amado bajo la que late el secreto deseo de Dios. Podemos racionalizar este deseo de mil formas: confiando en una futura realización fruto del progreso de la humanidad, esa idea tan activa y potente de la época moderna, como indefinida y confusa; o bien, negándolo, diciéndonos (cómo hacen los “postmodernos”) que es una utopía irrealizable y resignándonos a ello.
La fe cristiana (ya desde sus raíces
veterotestamentarias) nos dice que ese deseo no es una utopía huera y sin
esperanza. Pero nos recuerda también que no es algo que el hombre pueda
construir con sus propias y solas fuerzas. La tentación de crear torres de
Babel es permanente en la historia humana. Sabemos bien cómo suelen terminar:
puesto que una tarea imprescindible para alcanzar la plenitud del bien (el
bienestar y la justicia) es la eliminación del mal en todas sus formas, los
intentos de realizar la utopía suelen empezar por la tarea de destruir el mal y
lo que se consideran sus causas, lo que suele terminar en algún régimen de
terror que se dedica sobre todo a destruir a los malvados (a los que la utopía
de turno así califica).
Lo que la fe cristiana nos dice es que ese anhelo que
habita en el corazón del hombre, y que lo sostiene en la dificultad y le hace
esperar la superación del mal que le atenaza, es un don de lo alto, un don de
Dios, igual que la vida, la libertad y la dignidad humana. ¿Supone esto, acaso,
una invitación a la pasividad, a “esperar sentados”? No, en modo alguno. La
esperanza cristiana es una espera activa, que prohíbe toda pasividad. Jesús lo
expresa hoy con una plasticidad insuperable: estar a la espera significa velar;
y velar significa realizar con responsabilidad la tarea que se nos ha confiado.
Decía Ortega que la vida es quehacer, pues la vida nos da mucho que hacer. Y es
verdad. Se nos ha entregado un espacio de responsabilidad y, lo queramos o no,
tenemos cosas que hacer. Para vivir con responsabilidad y hacer las cosas que
tenemos que hacer, no de cualquier manera, sino “bien”, como se deben hacer,
hay que vivir conscientemente, con los ojos abiertos, con el corazón despierto.
De esa manera, emerge a nuestra conciencia la tensión de la esperanza que se
activa por ese anhelo originario de bien que nos habita por dentro
inevitablemente, pero a veces de manera inconsciente, a veces aturdida por el
aluvión de las preocupaciones cotidianas, como árboles que nos impiden ver el
bosque. La esperanza activa y consciente nos abre los ojos para descubrir que
nuestro anhelo de bien y plenitud tiene sentido y, por eso, tienen sentido
nuestros esfuerzos y quehaceres cotidianos, que no se limitan a maniobras de
distracción para una supervivencia efímera y condenada a la nada.
La Navidad es el rostro concreto de la esperanza
cristiana, la respuesta que la fe cristiana ofrece a ese anhelo latente del
corazón humano. Pero hemos de tener cuidado. Celebramos litúrgicamente la
Navidad, le ponemos fecha, podemos programarla gracias al calendario. Más lo
que la Navidad significa y representa no es posible programarlo a fecha fija.
No es posible programar, por ejemplo, la adquisición de la virtud, ni el
acontecimiento del amor. Nos haría sonreír con incredulidad que alguien nos
dijera que, dadas sus ocupaciones, ha planeado enamorarse justo dentro de un
año y medio, y que calcula que en tres años de ejercicios continuados habrá
alcanzado la virtud de la paciencia (y, ya puestos, en uno más, la de la
prudencia). Las dimensiones más importantes de la vida no son el cumplimiento
voluntarioso y previsible de un plan, sino un acontecimiento que se hace presente
en la vida como un don. Y, sin embargo, no es un don totalmente inesperado: es,
por el contrario, aquello que hemos esperado largo tiempo, por lo que nos hemos
esforzado poniendo las condiciones para que ese acontecimiento tenga lugar
alguna vez, sin que, sin embargo, podamos forzar su advenimiento.
El Señor viene a nuestra vida. La Navidad no es sólo
el recuerdo de un hecho histórico sucedido de una vez y para siempre, no es,
sobre todo, una efeméride en el calendario. La encarnación del Hijo de Dios en
la historia de la humanidad hace unos 2020 años es un acontecimiento que debe
suceder de nuevo en la vida de cada uno de nosotros. Cada cual tiene su
historia. Aquí no caben esquemas fijos ni fórmulas preconcebidas. Pero sí cabe
permanecer en vela, abrir los ojos, purificar el corazón, esforzarse por el
bien, elevar al Señor una plegaria, en definitiva, vivir en esa activa
esperanza en que una conciencia despierta convierte el anhelo humano de
plenitud y felicidad.
Que nadie piense que ese acontecimiento está vetado
para uno mismo: Dios adquiere rostro humano para todos, y llama a la puerta de
cada uno. Y que nadie crea que para él eso ya ha sucedido (pues tiene ya fe y
la practica): el que cree haber abierto ya la puerta ha de saber que ese
acontecimiento nunca está concluido del todo, y debe realizarse siempre de
nuevo a un nivel de mayor profundidad. Pues así como nadie le es a Dios
extraño, tampoco puede creer nadie que ya lo conoce o posee suficientemente.
La verdadera esperanza consciente y activa nos libra
de la desesperación y de la presunción. La palabra que Jesús nos dirige hoy es
una llamada esencial, que apunta al centro del corazón humano, de todo hombre:
“Lo que os digo a vosotros lo digo a todos: ¡Velad!”; es
decir, no os encerréis en esquemas estrechos y rígidos; no os dejéis amodorrar
por la rutina; no seáis prisioneros de vuestras seguridades (ni siquiera de
vuestras pretendidas virtudes y buenas obras); no le pongáis puertas al campo,
ni queráis encerrar al sol en aerosoles; abríos a dimensiones nuevas, abrid los
ojos y el corazón, levantad la cabeza, el horizonte es más grande que vuestra
mirada y la medida de vuestros sueños mayor que el recorrido de vuestras
piernas.
Que nuestras limitaciones (que tan claramente
experimentamos) no nos hagan desesperar de nuestras posibilidades,
infinitamente mayores que aquellas, gracias sencillamente a la fuente
inagotable de nuestro origen: “Señor, tú eres nuestro padre, nosotros la
arcilla y tú el alfarero: somos todos obra de tu mano”.
José María Vegas, cmf.
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