Vuelven a estar las calles vacías, tantos comercios y establecimientos cerrados, dibujándose un escenario de patente desolación. Estamos viviendo un tiempo insólito con ocasión de esta circunstancia que mundialmente nos tiene en vilo, y que todavía no despeja todas las consecuencias en la salud pública y de cada persona, en las familias, el mundo del trabajo y la economía. Todo un vendaval huracanado e imprevisto que está poniendo a prueba lo mejor de nosotros mismos, y está valorando la consistencia de cuanto en la vida realmente vale la pena, dejando al pairo tantas cosas innecesarias, superfluas, secundarias, que, sin embargo, no pocas veces nos hurtan el tiempo, el afecto del corazón y la misma vida en su más verdadero significado.
La
comunidad cristiana no ha estado al margen de todo cuanto ha implicado esta
pandemia, sino que ha podido expresar de muchos modos y con increíble
creatividad, la cercanía hacia las personas, a todas ellas, pero especialmente
las más vulnerables. Hemos podido redescubrir cuánto necesitamos de la iglesia
como lugar de encuentro con Dios y con los hermanos. Nos ha dolido en el alma
el “ayuno” de la Eucaristía y otros sacramentos que habitualmente recibíamos y
dábamos por supuesto. Las mismas relaciones humanas en el ámbito de la familia,
en los círculos de amigos y hasta los mismos vecinos más próximos, de repente
se hicieron huraños en su cercanía imponiéndonos una distancia severa, marcando
los centímetros que nos separan y la sospecha que nos extraña.
Los
creyentes no estamos fuera de esta realidad, no vivimos en un búnker
parapetados como si no nos pudiera afectar lo que en el fondo ha tronchado la
alegría, la esperanza y hasta la misma vida de tantos hermanos. Por eso, en
medio de la pandemia ha emergido un nuevo rostro cristiano, una desconocida
faceta de la parroquia, un novedoso modo de estar con arrojo valiente y
generosidad caritativa, en medio de esta especie de diluvio que no ceja y que
pone en nuestros deseos el anhelo de ver cuanto antes la paloma que lleve en su
pico el olivo de la paz en medio de nuestras aguas turbulentas.
Es así
que, en la celebración del día de la Iglesia diocesana, este año cobre un
especial interés lo que ha supuesto la circunstancia que nos asola, la que nos
ha purificado, la que ha empujado para que se exprese la bondad y la belleza
que, en medio de nuestro mundo plural y complejo, representa la vida cristiana.
El lema de este año tiene varias lecturas. Las dos primeras frases son una
oración de los fieles al Señor: “somos lo que tú nos ayudas a ser. Somos una
gran familia contigo”. Porque como ya decía el salmista, “si el Señor no
construye la casa, en vano se cansan los albañiles; si el Señor no guarda la
ciudad, en vano vigilan los centinelas. Es inútil que madruguéis, que
veléis hasta muy tarde, que comáis el pan de vuestros sudores: ¡Dios lo da a
sus amigos mientras duermen!” (Sal 126). Todos nuestros afanes, proyectos,
todas nuestras pretensiones y citas, han cedido ante el huracán y sus vientos,
para que quede en pie sólo lo verdadero y bello.
Por eso
las dos frases siguientes del lema de este año, serían la respuesta que ese
Dios con el que debemos contar siempre, nos dirige a nosotros como Iglesia para
contar con nosotros: “Con tu tiempo, tus cualidades, tu apoyo económico y tu
oración”. Todo lo que somos y tenemos, lo que soñamos y deseamos para bien, se
hace cauce y puente para arrimar nuestro hombro a lo que realmente vale la pena
vivir y construir: mi tiempo abierto a la disponibilidad de los hermanos, las cualidades
que se ponen al servicio de los demás, mi dinero como ayuda solidaria, mi
plegaria como oración que intercede.
Es una
hermosa parábola de la verdadera vida cristiana: con Dios y contra nadie,
construyendo juntos la Iglesia diocesana desde nuestro barrio y nuestra ciudad.
+ Jesús
Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
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