Quiero
buscar en esta situación un parangón o paralelismo con el virus del pecado que
contagió el alma de los humanos desde su creación. Dios Nuestro Señor, el único
virólogo al respecto, nos limpió con su sangre, pero conocedor de nuestra
debilidad y propensión a volver a infestarnos quiso dejarnos también un par de
vacunas. Por el contrario de lo que sucede con estas de la pandemia, sí es
totalmente inmunizante la primera dosis sola: el Bautismo. Nos deja limpios
para siempre. Pero dada nuestra propensión a volver a infestarnos porque no
guardamos las distancias sociales con el pecado y por nuestra permisividad con
el mismo, quiso dejarnos una segunda dosis de eficacia multiplicativa hasta el
infinito en su inmunidad: el Sacramento de la Penitencia.
Así que aquí
estamos con una situación muy parecida entrambas pandemias: la física, que
atañe a la salud corporal, y la espiritual, que toca a nuestra alma. Al igual
que determinados grupos sociales burlan la normativa y de vez en cuando descubrimos
desmanes intolerables, esto mismo nos pasa a los cristianos. Parece que le
hemos perdido el respeto al pecado y una y otra vez caemos en él, debido a
nuestra debilidad humana, por el encanto y atracción del mal y nuestro continuo
coqueteo con el maligno; de esta manera sucumbimos ante la atracción de la
tentación por no tomar precauciones, fiarnos de nosotros mismos y sobre todo por
la falta de un rotundo rechazo. Nos ponemos en riesgo por multitud de causas y
al final pecamos.
Al contrario
de la falta de vacunas contra el virus del Covid-19, sí tenemos en abundancia
la del alma. Sobreañadiríamos una gran vileza al pecado si además jugáramos con
la facilidad del perdón, porque siempre encontramos, sin colas ni necesidad de esperar
cita, un desprendido enfermero dispuesto a escucharnos en confesión para
inmunizarnos con la sola condición del arrepentimiento y el firme propósito de
enmienda a fin de inyectarnos esas inmunológicas gotas de “…yo te perdono…” Lo ideal sería no tener que
recurrir a la vacuna, pero dada nuestra fragilidad, acudamos todas las veces
que sea necesario al confesionario y permanezcamos inmunes para no tener que
pasar por la UCI con sus respiradores artificiales cuando seamos llamados
definitivamente.
Pedro José Martínez Caparrós
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