Todo
lo que has creado es maravilloso, Señor, pero creo que una de las cosas más
importantes es el agua. A los hombres, a los animales y a las plantas les es
imprescindible para vivir. Dicen los médicos que los alimentos son más prescindibles
que el agua para la supervivencia humana. Los animales se matan por el dominio
de una infesta charca en un ambiente carente de agua. Las plantas mustias
vuelven a su esplendor cuando se las riega.
Lógicamente no pretendo darte una lección de
biología, Señor. Hoy quiero fijarme en el valor simbólico de la misma: vida. Dices
a la samaritana: “… el que beba del agua
que yo le daré nunca más tendrá sed: el agua que yo le daré se convertirá
dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna”.
Aquella mujer, en principio arrogante y
desafiadora contigo, Señor, muestra una gran ansiedad en su alma. Enseguida te
la abre de par en par y va corriendo a transmitir a sus paisanos el don que
acabas de descubrirle. Ella buscaba el agua refrescante que apagara su sed
física, pero tú le haces caer en la cuenta que era otro tipo de sed la que
quería apagar: sed de ti. Nuestras almas, Dios mío, tienen una gran sequía, sin
ti están desérticas. El componente espiritual del hombre, aunque algunos no
quieran reconocerlo, necesita de tu agua.
Ella no fue egoísta y guardó tu agua para si
sola en su cántaro, sino que enseguida se pone en marcha, una vez llenado, para
compartirlo y saciar la sed de sus convecinos; ellos la vieron tan convencida
que, a su vez, la creyeron.
Pero me llama la atención que tú fuiste
primero el que le pediste agua a ella. Tú te quedaste sentado en el brocal del
pozo esperando a que llegara ella. Pudiste haber bebido por tu cuenta, pero no
quisiste. ¿Es que tienes necesidad de nosotros? ¿Tanto nos amas que sientes
necesidad nuestra? Ya me doy cuenta de tu punto débil: tu amor por el hombre.
Señor, apaga mi sed. Dame de tu agua. Mi alma,
como la de la samaritana, está sedienta, necesita imperiosamente apagar la sed
que produce el tenerte lejos. Y estás lejos no porque tú te hayas ido, sino
que, sentado junto al pozo, estás esperando que yo me acerque; estás deseoso
que llegue a pedirte y una vez saciado corra a repartir mi saturación con los
demás.
Perdona, Señor, mi insensatez de estar
sediento y no apagarla en tu manantial, mi egoísmo al no ser más diligente en
el reparto de tu agua; no me permitas el egoísmo de racionarla. Inúndanos con
ese surtidor que llega hasta la vida eterna.
Pedro José Martínez Caparrós
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