Pasaba un astrónomo junto a
un ciego y le echó unas monedas en el sombrero. ¿Y usted a qué se dedica? le
preguntó el ciego. Yo soy astrónomo que dedico mi vida a contemplar las
estrellas del firmamento. Yo también soy astrónomo, respondió el ciego.
¿Cómo es posible que usted sea astrónomo si es ciego?
Sí, ya sé que usted no me va a comprender, pero yo contemplo en mi interior
cada día esas estrellas y disfruto de la belleza del firmamento. No se imagine
que yo me lo paso aburrido.
Hay quien no puede ver con los ojos de la cara, pero
ha aprendido a ver demasiadas cosas en su interior. Es posible que no pueda ver
los cuerpos físicos, pero cada moneda que suena en su sombrero le hace
contemplar un corazón bondadoso y compasivo.
Hasta sabe distinguir a los que pasan a su lado.
A los que pasan indiferentes.
A los que ni le miran para nada.
A los que se detienen y meten la mano al bolsillo y dejan caer unas monedas.
A los que pasan indiferentes.
A los que ni le miran para nada.
A los que se detienen y meten la mano al bolsillo y dejan caer unas monedas.
No ve las monedas ni la mano que las deja caer, pero
contempla el corazón que mueve esas manos y se desprende de esas monedas.
Incluso hasta han aprendido a distinguir los pasos de la gente. A mí me
impresionó uno que estaba sentado en una esquina por la que yo solía pasar y
siempre le dejaba un Euro. Un día me dice: “Usted es bien bueno, siempre que
pasa me deja algo.” ¿Cómo sabe que soy yo? Lo siento por sus pasos.
Es maravilloso ver con los ojos de la cara, pero
pienso que debe ser un mundo mucho más maravillo cuando uno es capaz de ver y
reconocer con los ojos del corazón. A veces me pregunto: ¿Y no será Jesús el
que ve en su corazón? ¿Acaso no dijo Él que “tuve hambre, sed, desnudo…”?
J. Jáuregui
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