Deseo que sea
una meditación, que nos ayude en esa conversión que nos pide el Señor
para poder realizar el trabajo de la misión que, como Iglesia de Jesucristo,
tenemos que hacer. El grito del ciego de Jericó para que lo atendiese
el Señor es el grito que todo ser humano, consciente o inconscientemente,
da en su vida: tiene necesidad de la cercanía de Dios. Aunque muchas veces
ni sepa quién es o no tenga noticia de Él, siente necesidad de Alguien
que le quiera incondicionalmente; por eso grita y grita y no para hasta
que Dios se acerca a su vida y experimenta su amor. El ser humano no puede
vivir sin el amor más grande. Y ese solamente lo puede dar Dios. Aquella
cercanía de Jesús, que le dijo al ciego: «¿Qué quieres que haga por ti?»,
es la que necesita todo ser humano.
Es verdad que
el ser humano quizá se hace otros dioses que no son el Dios verdadero,
pero todo hombre que viene a este mundo, en lo más profundo de su corazón,
barrunta la necesidad de Dios. Hará un dios del dinero, de unas ideas,
etc., pero siempre tendrá un Dios. A la larga verá que, si se deja querer
por el dios construido por los hombres, sentirá la soledad más grande.
No le vale cualquier dios para llenar su corazón y curar las heridas que
tiene y que por sus propias fuerzas no puede curar. No puede curar un
dios que él mismo se construye o recoge, pero que no manifiesta ni le
entrega lo que necesita el ser humano para vivir en plenitud. Las palabras
del ciego de Jericó son las que todo ser humano dice de una manera u
otra: «¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!». Necesitamos sentir
que alguien nos ama, nos hace, nos construye, nos alienta, nos da felicidad,
nos hace ser, nos da seguridad y firmeza, nos da presente y futuro. La
compasión que pide el ciego de Jericó es que Jesús tenga pasión por su
persona; que lo acoja, le dé su gracia y su amor; que le dé su luz, le quite
la oscuridad en la que vive y le dé aliento y fundamentos. Esto es lo
que necesita todo ser humano.
Aquella propuesta
de Jesús a los discípulos de «Id y anunciad el Evangelio» es un imperativo
para la Iglesia. Convencidos de la necesidad de nuestra misión, hemos
iniciado el camino cuaresmal, que lo es de conversión, de seguimiento
al Señor, de encuentro con Él, de esperanza. El Señor nos ha llamado
para una misión fundamental, sin la que el ser humano no puede vivir.
Nos ha dicho: «Seréis mis testigos». Hemos de estar disponibles para
esta tarea. Jesucristo, que es Amor, dona al hombre la plena familiaridad
con la verdad y nos invita a vivir continuamente en ella. Es una verdad
que es su misma Vida, que conforma al hombre. Fuera de esa verdad, estamos
perdidos y tenemos necesidad de gritar: «¡Jesús, hijo de David, ten
compasión de mí!».
¡Qué fuerza
tiene la presencia del Señor junto al ciego de Jericó! La presencia
del Amor y la Verdad impulsa la inteligencia humana hacia horizontes
inexplorados. Jesucristo atrae hacia sí el corazón de todo ser humano,
lo dilata, lo colma de alegría, de paz, de iniciativas que buscan el
desarrollo de los hombres. Es impresionante comprobar que la verdad
de Cristo, en cuanto toca a cada persona que busca siempre la alegría,
la felicidad y el sentido, supera cualquier otra verdad que la razón
pueda encontrar. ¡Qué comprobación más evidente hacemos en este encuentro
con el ciego! La Verdad, que es Cristo, nos busca. Hemos de decir a los
hombres que se dejen interpelar por Aquel que se acerca
a sus vidas.
Las palabras
de san Juan Pablo II a las que aludía antes son estas: «El hombre no puede
vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su
vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra
con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en
él vivamente. Por esto precisamente, Cristo Redentor, como se ha dicho
anteriormente, revela plenamente el hombre al mismo hombre. Tal es
–si se puede expresar así– la dimensión humana del misterio de la Redención»
(RH 10a). Precisamente por eso te propongo en este itinerario cuaresmal
que vivas así:
1. Vive en amor
a la Verdad y al Amor: son como dos caras de ese don inmenso que viene de
Dios y que se ha manifestado y revelado en Jesucristo. Sabemos que
el hombre no puede vivir sin amor. Por eso proponemos la persona de Jesucristo,
pues la caridad en la verdad, de la que Jesucristo se ha hecho testigo
con su vida terrenal y, sobre todo, con su muerte y resurrección, es la
principal fuerza impulsora del auténtico desarrollo de cada persona
y de toda la humanidad.
2. Vive en el
compromiso que engendra el Amor y la Verdad: el Amor tiene su origen en
Dios y siempre mueve a la persona a comprometerse con valentía en
construir su vida y la de los demás dando rostro a Jesucristo. Solamente
seremos testigos si vivimos en el amor. ¡Qué belleza tiene el corazón
de la vida cristiana que es el Amor! Quizá la respuesta más adecuada
para la pregunta que hizo el Señor al ciego de nacimiento, –«¿Qué quieres
que haga por ti?»– sea ir recorriendo lo que el Señor responde en la parábola
del buen samaritano a la pregunta de «¿Quién es mi prójimo?». El Señor
invierte la pregunta, mostrando con el relato cómo, cada uno de nosotros,
debemos convertirnos en prójimos del otro: «Vete y haz
tú lo mismo».
3. Vive en medio
de las dificultades que surgen para estar en la Verdad y el Amor: recuerda
aquellas palabras del ciego de nacimiento: «Los que iban delante lo regañaban
para que se callara, pero él gritaba más fuerte: “¡Hijo de David, ten compasión
de mí!”». Pero, como hizo Jesucristo, con su ayuda, su gracia y su amor,
derriba los muros que impiden el encuentro con Dios. Esas dificultades
que no permiten descubrir la grandeza de nuestra vida, vienen de dentro
y de fuera. Es verdad que están nuestros pecados, que también nos impiden
ver quiénes somos y comportarnos como tales, pero también hay dificultades
de fuera como las que encuentra el ciego. Como nos dice el Señor en el
Evangelio es urgente «ser sus testigos». El hombre tiene sed y hambre de Dios.
Este momento
de la historia es de hambre de Dios. Tú también la sientes, tienes vacíos
inmensos. Si eres honrado en ver tu verdad, los descubrirás palpablemente.
Se quiere saciar de maneras muy diversas, que a veces nos hacen creer
que Dios no es necesario. No nos engañemos. En lo más profundo del ser
humano, en el núcleo de su existencia, hay una necesidad imperiosa de
Dios; estamos diseñados por Dios mismo y Él ha impreso una manera de
ser y de comportarnos a su imagen y semejanza. Cuando hacemos otra
cosa ni estamos a gusto con nosotros mismos, ni hacemos felices a los
demás. Estamos creados según Dios y tenemos una tarea y una misión que
Dios imprimió en nuestra vida de tal manera que siempre aspiramos a vivir
en ella. Como cantan los monjes en los monasterios: «Venid, adoremos al
Señor, que nos ha creado». Estas palabras encierran una verdad y una sabiduría
inmensa. Salgamos a la misión y quitemos de la vida de los hombres las
dificultades que impiden el encuentro con Dios, las de dentro –el pecado–
y las de fuera, que oscurecen la presencia de una Iglesia que es Cuerpo
de Cristo, expresión de su amor. Salgamos a la misión. Para ello necesitamos
de la gracia de la conversión.
+Carlos Card. Osoro Sierra,
Arzobispo de Madrid
Arzobispo de Madrid
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