Este es el cuento: Érase una vez un rey muy cruel
que decidió desterrar a todos los ancianos de su reino y enviarlos a
vivir a un país remoto. Así se lo dijo a sus soldados: “Lleváoslos lejos
de aquí. No sirven para nada. Solo comen y duermen, pero no trabajan”.
Todos los soldados siguieron sus instrucciones, excepto uno de ellos,
llamado Janos, que amaba mucho a su padre. De modo que le acondicionó
una habitación secreta en su casa, donde lo mantenía oculto y le prodigaba
todos los cuidados necesarios.
Pasaron los meses y una gran sequía
asoló el reino. Los ríos y los lagos se quedaron sin agua, los árboles
sin fruto y los graneros se vaciaron en cuestión de días. Preocupado
por el riesgo de hambruna, el rey llamó a los soldados: “Os ordeno que
encontréis trigo para alimentar al pueblo. De lo contrario, os encerraré
a todos en un calabozo”. Los soldados salieron muy tristes, pues en
realidad no había forma de cumplir ese mandato. Janos llegó cabizbajo
a su casa y fue directamente a la habitación donde su padre permanecía
oculto. “¿Qué te pasa, hijo?”, preguntó el anciano. Janos le explicó en
detalle la grave situación en que se hallaba. “No
te preocupes, tengo la solución para vosotros”, lo tranquilizó el padre.
“Cuando trabajaba como labrador, hace muchos años, me llamaba la atención
observar a las hormigas que llevaban cientos de granos de trigo a sus
hormigueros.
Diles a tus compañeros que abran todos los que encuentren
en el campo porque estarán llenos”. Sin revelar de dónde había sacado
la idea, Janos fue con los demás soldados en busca de los hormigueros.
A todos les alegró mucho encontrar grandes depósitos de trigo y llenar
varios costales. Al día siguiente los presentaron al rey. Este se sorprendió
al enterarse de la ingeniosa manera en que los habían conseguido. “¿Cómo
se os ocurrió?”, les preguntó. “Fue idea de Janos”, contestaron. “Explícame
tú, entonces”, ordenó el rey.“ Majestad, temo hacerlo pues sé que me
castigará”. “Dímelo y no te pasará nada malo”, prometió el rey lleno
de curiosidad. Janos le contó que su padre anciano, a quien mantenía
oculto en su casa, le había dado el consejo.
El rey quedó en silencio
por un largo rato y luego tomó la palabra: “Ahora me doy cuenta de que
fui muy torpe al desterrar a los ancianos de este reino. Los conocimientos
que han acumulado en su vida son una valiosa fuente de sabiduría”. De
inmediato ordenó que los ancianos desterrados regresaran a la ciudad,
y así ocurrió. Cuando pasó la sequía, todos los habitantes recordaron
que uno de ellos los había salvado de morir de hambre. Queridos ancianos:
gracias por lo que sois y lo que habéis sido. Gracias por vuestra gran experiencia,
que nos transmitís en tantos y tantos consejos. Los pequeños, vuestros
nietos, os escuchan con mucho agrado. Ojalá que todos sepamos tener
en cuenta vuestras enseñanzas. Seguro que si lo hiciésemos más a menudo
no nos equivocaríamos tanto.
Que Dios os bendiga y os dé su paz.
+ Juan José Omella
Omella
Arzobispo de Barcelona
Arzobispo de Barcelona
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