miércoles, 29 de marzo de 2017

La alegría en el sufrimiento



Exis­te un mis­te­rio­so víncu­lo en­tre el gozo y el do­lor, aun­que des­de el pun­to de vis­ta hu­mano pa­rez­can dos con­cep­tos an­ta­gó­ni­cos. Sin em­bar­go, des­de la fe en un Dios, que mues­tra su amor a la hu­ma­ni­dad, per­mi­tien­do que el pro­pio Hijo se en­car­nar­se y mu­rie­se en la cruz (cf. Jn 3,16), esa apa­ren­te in­com­pa­ti­bi­li­dad ha cam­bia­do: “vues­tra tris­te­za se con­ver­ti­rá en gozo” (Jn 16,20). Por­que en el Mis­te­rio Pas­cual de Cris­to, se re­ve­la cómo el amor di­vino es la úni­ca fuer­za que nos hace pa­sar de la tris­te­za de la pa­sión a la ale­gría de la re­su­rrec­ción. Por eso dirá san Agus­tín: “quién ama no su­fre de nin­gún modo el su­fri­mien­to, o si su­fre se lle­ga a amar al mis­mo su­fri­mien­to”. No es­ta­mos ante nin­gún ma­so­quis­mo, sino fren­te a un cam­bio de sen­ti­do to­tal: el amor a Dios es la cla­ve para su­perar y ven­cer el enig­ma del do­lor y vi­vir la ale­gría del alma.

Los cris­tia­nos pa­sa­mos por los tran­ces más amar­gos de la vida, como cual­quier per­so­na. La fe no los im­pi­de, ni los anu­la, sino que por el ím­pe­tu que pro­du­ce el amor a Cris­to, se pue­de lle­gar a trans­for­mar en gozo, los ma­yo­res su­fri­mien­tos per­so­na­les o co­lec­ti­vos. Esto es lo que ve­mos en los tes­ti­mo­nios de los már­ti­res de los to­dos los si­glos, en el ejem­plo de tan­tos cris­tia­nos pro­ba­dos con lar­gas en­fer­me­da­des, los que su­fren la ex­tre­ma po­bre­za y los que vi­ven en de­sola­ción es­pi­ri­tual o cor­po­ral. Ellos, no han per­di­do la son­ri­sa de sus ros­tros y la se­gu­ri­dad en la jus­ti­cia di­vi­na.

 ¿Cómo se lle­ga a ello? Ma­du­ran­do en la fe cada día. Así, aque­llos que es­tán co­men­zan­do lle­va­rán el do­lor con pa­cien­te su­mi­sión; para los que van pro­gre­san­do en la con­fian­za en el Se­ñor, car­ga­rán con las con­tra­rie­da­des co­ti­dia­nas de bue­na gana; pero aque­llos que es­tán con­su­mi­dos en el amor a Dios, abra­za­rán con ar­dor lo que les ven­ga, por­que han apren­di­do que todo su­ce­de para el bien de los ele­gi­dos de Dios (cf. Rm  8,28). Si no, qué otro sen­ti­do pue­den te­ner sus pro­pias pa­la­bras: “Bie­na­ven­tu­ra­dos se­réis cuan­do os in­sul­ten y per­si­gan….ale­graos y re­go­ci­jaos, por­que gran­de será en los cie­los vues­tra re­com­pen­sa” (Mt 5,11-12).

+ Juan del Río
Ar­zo­bis­po Cas­tren­se


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