Un
monje oriental, Simeón el Nuevo Teólogo, se consideraba como «un pobre que ama
a sus hermanos».
Así
deberían sentirse todos los que de una manera especial se consagran a Dios.
Quieren
ser pobres. Le habían despojado de sus bienes materiales. Pero no bastaba. Le
fueron despojando de otros bienes más apreciados y queridos. Pero más. El Señor
les pedía no una parte del corazón, sino todo el corazón. Que se presentaran
ante él con el corazón vacío.
Entonces el vacío sería plenificado por Dios
mismo. Los pobres de Yahveh. Un contemplativo tiene que ser un instrumento
dócil en las manos de Dios.
Un
contemplativo, el que contempla a Dios, el que se abre a Dios, el que guarda su
Palabra. Y así, de tanto mirar y escuchar a Dios se irá transformando en un ser
divino; pensará, sentirá y actuará como Dios. Y como el Dios cercano se llama
Jesucristo, de tanto mirarlo y escucharlo, tratará de ser otro Cristo, que
prolongará su presencia en nuestra sociedad.
Corazón vacío, sí, pero lleno de nombres. El
encuentro con Dios, la unión con Cristo, no le apartarán de los hombres, sus
hermanos. Ellos no viven para sí, sino para los demás. Diríamos que llevan al
mundo en sus manos, en su mente, en su alma.
Rezan
a Dios y ruegan por los hombres. Sufren para Dios y lloran por los hermanos.
Trabajan para Dios y luchan por los hijos de Dios. Alaban a Dios y agradecen
por todo y por todos. Tienen siempre sus lámparas encendidas; hijos son de las
bienaventuranzas.
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