sábado, 3 de junio de 2017

Domingo de Pentecostés



El Espíritu Santo, alma de la vida cristiana

        A los 50 días de Pascua, el  pueblo judío celebraba Pentecostés, fiesta agrícola de la cosecha recién recogida y, en contexto histórico-salvífico, de la cosecha de Pascua, que es la alianza sinaítica y la ley. Los cristianos celebramos el don del Espíritu Santo, que es el gran fruto de la Pascua de Jesús, la nueva alianza, la nueva ley.

En el  NT también se llama al Espíritu  Espíritu de Jesús, primero, porque es fruto de su resurrección, en cuanto que Jesús es solidario y representante de todos los hombres y lo que él recibe lo recibe para sí y para todos los representados; por eso en su resurrección el  Padre ha concedido el Espíritu a toda la humanidad. Segundo, porque el Espíritu quiere realizar en cada persona una acción análoga a la que realizó con Jesús. Es autor de la humanidad de Jesús y de su unión con la naturaleza divina, dirigió a Jesús en su ministerio y finalmente lo resucitó. Igualmente (1) el Espíritu es autor de nuestra filiación, (2)  nos dirige en nuestro camino y (3)  nos resucitará. (4) La liturgia de hoy invita  a valorar y agradecer el don del Espíritu y a colaborar con él, especialmente con el testimonio.

(1)                  El Espíritu es autor de nuestra filiación divina. El ser humano es carne y sangre, debilidad y caducidad, incapaz de acceder al mundo de Dios. Por eso  el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios. Lo nacido de la carne, es carne; lo nacido del Espíritu, es espíritu (Jn 3,5-6).  Es el Espíritu el que por la fe y el bautismo nos capacita para el mundo divino participando la filiación de Jesús, al que nos une  y convierte así  en miembros  diferenciados de su cuerpo (segunda lectura).

(2)                  El Espíritu nos dirige en nuestro camino.  Como miembros de Cristo, nos capacita para actualizar en nosotros su vida filial y fraternal. Por una parte, nos ayuda a vivir filial y fraternalmente, en la oración y en las buenas obras: Nadie puede decir: « ¡Jesús es Señor! » sino con el Espíritu Santo (1 Cor 12,3); Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos  adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre!  El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios.  (Rom 8,15-16). Por otra, nos dirige en todas las facetas de nuestra vida filial: todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios (Rom 8,14). 


(3)                  El Espíritu nos resucitará si cooperamos con él fielmente: Y si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros (Rom 8,11).

(4)                   De entre las diversas facetas de la obra del Espíritu, la liturgia de hoy subraya la faceta apostólica: el Espíritu capacita y dirige la vida apostólica de los testigos. En esta línea están las tres lecturas: Hechos de los Apóstoles recuerda que el Espíritu Santo es la promesa del Padre que  capacitará para ser testigos (Hch 1,8) y que deben recibir todos los discípulos de Jesús; por eso narra el “Pentecostés” de los diversos grupos y personas que tienen un papel especial en la obra, comenzando por los Doce  (primera lectura cf. Hch 8,14-17; 9,17; 10,44-48; 19,1-7). El Espíritu dirige el camino de la Iglesia,  especialmente en los momentos de apuro (Hch 4,31 cf. Mt 10,19-20). Igualmente la segunda lectura habla de nuestra incorporación en el cuerpo de Cristo, que es dinámico y en el que cada uno tiene una tarea al servicio de todo el cuerpo, tarea que debe realizar en comunión con los demás miembros, porque el cuerpo es uno pero plural en sus miembros. Finalmente en el Evangelio Jesús da su Espíritu para que continuemos su misión.  El domingo pasado se recordaba que teníamos que ser testigos. Ahora se nos dice que para esto contamos con la ayuda adecuada.  Cada uno debe ser consciente, por una parte, del don del Espíritu para agradecerlo, y, por otra,  de que tiene un carisma que le capacita para una tarea concreta en la Iglesia, que debe descubrir y ejercer en la unidad dentro de la diversidad de tareas, culturas y razas.

        El Espíritu es el protagonista de la celebración eucarística: él nos ha unido, nos capacita para orar, para oír la palabra humana proclamada como palabra de Dios, el que transforma el pan y el vino en el Cuerpo y Sangre de Cristo, el que nos une al sacrificio de Cristo y por él al Padre. Siempre que recibimos a Jesús, recibimos con él su Espíritu.

Dr. Antonio Rodríguez Carmona


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