miércoles, 21 de junio de 2017

Yo de mayor, quiero ser «íntegro»


El 28 de mayo de 2016 fue el día que más llena he visto la catedral de Barbastro. No cabía ni un alfiler. Más de 1.700 personas jubiladas de todo Aragón llegaron a nuestra ciudad para pasar el día. Me invitaron a recibir la ofrenda floral a la Virgen que don Francisco Javier Iriarte, como Presidente de COAPEMA (Consejo Aragonés de las Personas Mayores), hiciera en nombre de todos. Providencialmente, en esos días, un compañero de la residencia sacerdotal me había regalado un libro de don Leopoldo Abadía que me pareció muy sugerente y que leí de un tirón. Se titulaba: «Yo de mayor quiero ser joven». Fue el «grito de guerra» que coreamos todos por tres veces después de rezar la Salve a la Virgen. Si ese día no se vino abajo la catedral… os aseguro que jamás se caerá.
Don Leopoldo tiene razón. Este zaragozano de pro, de 83 años, con 12 hijos y 45 nietos, ingeniero industrial, profesor durante 31 años en el Instituto de Estudios Superiores de la Empresa… asegura que se puede ser feliz y sentirse joven a pesar de la edad que uno tenga si logramos mantener la vitalidad por dentro.
Esta alegría interior que brota del corazón fue la que percibí un año más tarde, el 21 de mayo de 2017, al celebrar la pascua del enfermo y administrar la unción de los enfermos a nuestros mayores. Fue una verdadera fiesta de la ternura, del consuelo y de la paz.
Desgranando algunas de las afirmaciones de su libro logré aquella tarde componer un decálogo para la homilía, y que hoy, solemnidad del Corpus Christi, icono de la verdadera COMUNIÓN DE AMOR, quisiera regalar a nuestros padres y a nuestros abuelos como expresión de nuestro cariño, cercanía y gratitud. Ellos siguen siendo en nuestra vida el reflejo más nítido del AMOR COMPARTIDO. Por eso, yo de mayor quiero ser «ÍNTEGRO», es decir, visibilizar y regalar a manos llenas el amor de Dios que llevo dentro. Y que se trasluce en cosas tan sencillas como:
1.   Tener criterio. No hacer caso al primer «cantamañanas» que me adule o que trate de «venderme la moto» (engañarme). Es lo que distingue al que no piensa por sí mismo ni discurre.
2.   Ser responsable, es decir, maduro, sensato, honrado, trabajador, leal, sincero. Asumir lo bueno y lo malo que te pueda venir, con paz y con serenidad. Mira, majo ¾comenta con certeza don Leopoldo¾ si las cosas te van bien, es culpa tuya. Y si te van mal, también.
3.   Tener sentido común. Me asustan las personas sin sentido común pero me aterran todavía más ¾vuelve a apostillar¾ las que «no tienen vergüenza».
4.   Saber escuchar y callar. Aunque pueda resultar paradójico, una conversación la domina quien más calla. Y la gana quien más escucha y logra ofrecer lo mejor de sí mismo.
5.   Aprender a perdonar y a olvidar, sobre todo, si tienes razón. Es lo que realmente ennoblece tu alma.
6.   Tener detalles con las personas que me quieren y me ayudan. Tratar de ser agradecido. Intentar ser útil y servir al otro mientras tengas fuerza. Es, sin duda, lo que más incentiva tu sensibilidad.
7.   Aprender a equivocarse. Aceptar los propios errores. Nadie ha nacido enseñado. Dios no creó personas «papelera», «basura» o «descarte» como dice el Papa Francisco.
8.   Vivir con dignidad y respetar las diferencias de los demás. Nadie puede usurpar la dignidad que Dios te otorgó al crearte.
9.   Tener esperanza es aceptar como posible lo que deseamos. Generarla, es ayudar al otro a que consiga lo que desea.
10.       Ser normal, es decir, confiar en los demás y sembrar siempre a tu alrededor la paz y la comunión.
No es fácil aprender a cerrar bien la vida. Lo más difícil es dejarse ayudar pero lo más duro es tener algo pendiente (no haber compartido algún secreto con alguien, no haberse reconciliado con éste o aquél, no haber podido cumplir un sueño inconfeso…). Asumir que la vida «OTRA» comienza realmente al nacer, es una GRACIA. A veces sólo somos conscientes cuando aparece la primera arruga o mancha de vejez en nuestra cara o en nuestras manos, cuando sobreviene el primer suspiro de nostalgia por un mundo que se desvanece y se aleja, de pronto, frente a nuestros ojos... Aprender a envejecer es un don divino y, al mismo tiempo, un arte que nos permite paulatinamente desasirnos de todo lo superficial para llegar a ser uno mismo en Dios. Es vivir la vida como si hiciéramos un viaje en globo y nuestra tarea consistiese en ir soltando lastre hasta que «flotásemos», nos «elevásemos»… y llegásemos al lugar de dónde vinimos, es decir, a los brazos de Dios nuestro Padre para fundirnos en un abrazo eterno y gozar de su misma gloria.
El camino que realmente plenifica a cada persona, desde que abrimos los ojos a la vida, es ir despojándonos, desprendiéndonos, desposeyéndonos… de todo lo que nos impide ser nosotros mismos (ser en Dios), de todo lo que nos esclaviza, nos estresa, nos cosifica… Justo, el camino inverso que otros proponen como verdadero elixir de la felicidad.
Lo sublime en esta etapa final ¾ eufemismos aparte ¾ es que nos toca ofrendarle (regalarle) al Señor nuestra propia vida ajada por los años, debilitada por el trabajo o la enfermedad, marcada con tantas «cicatrices»… siendo conscientes de que es esta etapa, aunque nos cueste aceptarlo, la más hermosa y fecunda. Hasta ahora sólo le ofrecíamos nuestra fortaleza, nuestra sabiduría, nuestros éxitos… Ahora soy yo mismo la mejor ofrenda ante el Padre. Te regalas todo tú y sólo tú. Es entonces, sólo entonces, cuando uno llega a descubrir realmente la dignidad y el amor del que hemos sido objeto por Aquel que nos creó.
Esto es lo que celebramos aquel domingo y que hoy evocamos en la solemnidad del Corpus Christi, como nuestra mejor ofrenda. Nuestros mayores, una vez más, supieron estar a la altura y vivir este momento como una verdadera fiesta, como una gracia, como una ofrenda de su propia vida, como un anticipo de la plenitud que les aguarda cuando vuelvan a los brazos del Padre. Esta etapa de la vida es, sin duda, un verdadero tiempo de gracia y de fecundidad porque ellos también son testigos de Jesucristo aunque puedan decir o hacer menos cosas.
Con mi afecto y bendición,
Ángel Pérez Pueyo
Obispo Barbastro-Monzón


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