No creo equivocarme si
digo que el salmo 23, el que conocemos como el del “Buen Pastor”, es el más
popular no sólo para nosotros los cristianos, sino también para innumerables
personas de otras o ninguna creencia; de hecho nos encontramos con él en
multitud de libros, películas, poesías, etc.
Su riqueza es
inagotable, como es propio de todo texto de la Palabra de Dios. Me voy a
centrar en dos manantiales catequéticos con el deseo de que nuestra alma sea
pausadamente regada por ellos; riego siempre eficaz para todo aquel que tiene
hambre y sed de Dios. En el texto que publicamos hoy, nos fijamos en el grito
de gozo con que da comienzo el salmo: “El Señor es mi pastor, nada me falta”.
En el texto que
publicaremos mañana, pasaremos del grito al susurro confiado que emerge del
alma del salmista dirigido hacia Dios: “Tu vara y tu cayado me sosiegan”.
"El Señor es mi
pastor, nada me falta"
Con temor y temblor,
como diría Pablo, acariciamos estas palabras; toda una confesión de fe a la luz
de la enseñanza de la Iglesia, que nos dice que los salmos son profecías que se
cumplen en Jesucristo y en sus discípulos. Dicho esto, acogemos la bellísima
promesa de que nada falta ni faltará a los discípulos de Jesús, que lo son por
el hecho de haber puesto su vida en sus manos. Aclaremos un punto: no hay
adhesión a Jesucristo sin la misma intensidad de adhesión a su Evangelio.
Hablamos con propiedad y anunciamos que la medida de nuestro amor a Jesús es la
misma que nuestro amor a su Evangelio. Jesús, el Señor y su Evangelio son
indisolubles.
Un discípulo de Jesús
es llevado a confiar absolutamente en Él; confianza que va creciendo conforme
vivimos experiencias bellísimas de amor y solicitud hacia nosotros por parte de
Él como Buen Pastor. Sólo siendo sus ovejas que seguimos sus pasos podremos
decir un día con el salmista: es verdad, nada me ha faltado.
Hablando del
seguimiento a Jesús y su relación con hacer la experiencia de que nada me
falta, vemos cómo Él da un giro de ciento ochenta grados en lo que respecta a
la fidelidad de todo aquel que quiera ser discípulo suyo; es un giro de ciento
ochenta grados en lo que se refiere a las seguridades que todos buscamos y
procuramos como hijos del mundo. Jesús dice a sus discípulos que son
infinitamente más valiosos a los ojos de su Padre que las aves del cielo
a quienes alimenta y que los lirios del campo a quienes viste
esplendorosamente (Mt 6,25…).
Al hacerles este
anuncio no les está imponiendo una vida de renuncias y privaciones. No se está
refiriendo a esto en absoluto, sino que les está dando la buena noticia de que
su Padre lo es también de sus discípulos y que, por lo tanto, cuidará de ellos.
Fijémonos en la bellísima promesa que como broche de oro cierra lo que
podríamos llamar: La Providencia de Dios Padre para los que viven amorosamente
abrazados al Evangelio. “…No andéis preocupados diciendo: ¿Qué vamos a comer?,
¿qué vamos a beber?, ¿con qué vamos a vestirnos? Que por todas esas cosas se
afanan los paganos; pues ya sabe vuestro Padre Celestial que tenéis necesidad
de todo eso” (Mt 6,31-32).
Un punto de referencia
respecto a vivir en la precariedad de depender de Dios y de su promesa lo
encontramos en esta pregunta que hace Jesús a sus discípulos cuando les envió
de misión de dos en dos sin bolsa ni alforja. “Les dijo: Cuando os envié sin
bolsa, sin alforja y sin sandalias, ¿os faltó algo? Ellos dijeron: Nada” (Lc
22,35). La precariedad evangélica no tiene que ver nada con la pobreza; implica
la confianza de ser amorosamente cuidados por Dios que es Padre de todos
aquellos que intentamos seguir los pasos de su Hijo.
Padre Antonio Pavía
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