El Evangelio de Juan presenta el discurso sobre el
«pan de vida», pronunciado por Jesús en la sinagoga de Cafarnaúm, en el cual
afirma: «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan
vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo» (Jn 6, 51). Jesús subraya que no vino a
este mundo para dar algo, sino para darse a sí mismo, su vida, como alimento
para quienes tienen fe en Él.
Esta comunión nuestra con el Señor nos compromete
a nosotros, sus discípulos, a imitarlo, haciendo de nuestra vida, con nuestras
actitudes, un pan partido para los demás, como el Maestro partió el pan que es
realmente su carne. Para nosotros, en cambio, son los comportamientos generosos
hacia el prójimo los que demuestran la actitud de partir la vida para los demás.
Cada
vez que participamos en la santa misa y nos alimentamos del Cuerpo de Cristo,
la presencia de Jesús y del Espíritu Santo obra en nosotros, plasma nuestro
corazón, nos comunica actitudes interiores que se traducen en comportamientos
según el Evangelio. Ante todo la docilidad a la Palabra de Dios, luego la
fraternidad entre nosotros, el valor del testimonio cristiano, la fantasía de
la caridad, la capacidad de dar esperanza a los desalentados y acoger a los
excluidos.
De este modo la Eucaristía hace madurar un estilo
de vida cristiano. La caridad de Cristo, acogida con corazón abierto, nos
cambia, nos transforma, nos hace capaces de amar no según la medida humana,
siempre limitada, sino según la medida de Dios. ¿Y cuál es la medida de Dios?
¡Sin medida! La medida de Dios es sin medida. ¡Todo! ¡Todo! ¡Todo! No se puede
medir el amor de Dios: ¡es sin medida! Y así llegamos a ser capaces de amar
también nosotros a quien no nos ama: y esto no es fácil. Amar a quien no nos
ama... ¡No es fácil! Porque si nosotros sabemos que una persona no nos quiere,
también nosotros nos inclinamos por no quererla. Y, en cambio, no. Debemos amar
también a quien no nos ama. Oponernos al mal con el bien, perdonar, compartir,
acoger.
Gracias a Jesús y a su Espíritu, también nuestra
vida llega a ser «pan partido» para nuestros hermanos. Y viviendo así
descubrimos la verdadera alegría. La alegría de convertirnos en don, para
corresponder al gran don que nosotros hemos recibido antes, sin mérito de
nuestra parte. Esto es hermoso: nuestra vida se hace don. Esto es imitar a
Jesús. Quisiera recordar estas dos cosas. Primero: la medida del amor de Dios
es amar sin medida. ¿Está claro esto? Y nuestra vida, con el amor de Jesús, al
recibir la Eucaristía, se hace don. Como ha sido la vida de Jesús. No olvidar
estas dos cosas: la medida del amor de Dios es amar sin medida; y siguiendo a
Jesús, nosotros, con la Eucaristía, hacemos de nuestra vida un don.
Papa Francisco
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