Rojos,
dorados, marrones, amarillos, naranjas, ocres o sienas. La increíble e
inagotable paleta de colores otoñales, con matices que no existen en ninguna
otra época, es una demostración más de que la naturaleza es una obra de Dios.
El otoño es sin duda una de las estaciones más fascinantes del año.
Sentir
aire fresco después de tantas semanas de calor, ¡qué gozo tan grande! Ese
viento que mece las hojas de los árboles y las hace bailar, ese viento fresco
que nos recuerda que el Espíritu Santo nos acompaña y que nos susurra
suavemente al oído que Jesús nos ama con locura. Y es que también en nuestra
vida espiritual, este es un tiempo para dejar que el soplo fresco de Dios
inunde nuestras vidas.
Si
en primavera miramos más a la tierra, en otoño dirigimos la mirada más hacia
arriba. La naturaleza nos regala un festival de cielos rojizos con los reflejos
de la luz y tonos cálidos que cubren primero las hojas de los árboles y luego
el suelo, para convertirse en fértil humus del que volverá a brotar la vida. El
otoño es tiempo de renovación, de desapego y de depuración, representa la
necesidad de «soltar» viejas actitudes, relaciones marchitas e ideas caducas.
Es como si Dios devolviera a la tierra las hojas que en primavera entregó a los
árboles. Dejemos caer las hojas del alma, soltémoslo todo, dejemos que muera el
pasado, lo superfluo y dejemos espacio a lo nuevo.
Al
igual que la naturaleza, nosotros también podemos desapegarnos de todo lo que
ya no da fruto para, así, poder caminar más ligeros. El otoño nos recuerda que
el arte de vivir es cambiar las hojas sin perder las raíces. Porque, aunque se
caigan, el árbol sigue en pie. En otras ocasiones, necesitamos cambiar el color
de nuestra vida, darle un tono más cálido o apasionado para, de esta forma,
permitir que Dios nos renueve, y nos prepare, después del invierno, para una
nueva primavera espiritual. Con el paso de las estaciones no solamente cambia
la naturaleza que nos rodea, también se transforma nuestra existencia. Cambia
la temperatura, nuestra ropa, nuestra rutina, cambian nuestros hábitos. Incluso
cambia nuestra relación con Dios, disponemos de más tiempo para estar con Él.
Aprovechémoslo. Dejémonos amar. Es tiempo de recogernos para renacer. De mirar
hacia adentro, de hacer balance. De recoger la cosecha, nuestra cosecha. ¡Qué
generoso es Dios con nosotros, cuánto nos da! Es tiempo de maduración y de
culminación, de esparcir y de sembrar las semillas, que darán fruto el año
próximo.
El
papa Francisco dice textualmente: «nos hará bien no olvidarnos de que también
nosotros somos sembradores. Dios siembra semillas buenas y también aquí podemos
preguntarnos: ¿qué tipo de semilla sale de nuestro corazón y de nuestra boca?»
(Palabras del Santo Padre previas al rezo del Ángelus, domingo 13 de julio de
2014)
Para
los cristianos es tiempo de sembrar esperanza, de sembrar amor, de sembrar paz
y fraternidad. Y, por supuesto, es tiempo de sembrar la palabra de Dios y
agradecerle todos los frutos que nos ofrece. Queridos hermanos, feliz y
fructífero otoño a todos.
† Card. Juan José Omella
Arzobispo de Barcelona
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