Y tú me hablas de la
injusticia del juicio.
Me preguntas ¿quién
eres tú para juzgar? y tus palabras remueven mis entrañas.
Desde el balcón de
nuestro reino, desde lo alto, siempre desde arriba, no amamos sino
juzgamos.
Adivinamos porqués,
intuimos circunstancias, y decidimos que el otro, que nunca vemos como hermano,
ha cometido un error, es reo de sus acciones.
El juicio, enraizado en
el alma del hombre, mata y siembra mal y muerte.
Matamos cuando juzgamos
y morimos al amor: al amor al que fuimos convocados por nuestro Señor mientras
caminaba por la tierra, al amor que no juzga y se compadece, al amor que
entiende y comprende, al amor que se apiada y desea el bien.
El juicio nace en un
lugar de nuestro interior donde reside nuestra propia miseria, nuestra
debilidad: el juicio es el fruto siempre de la soberbia, de la rabia, de la
envidia, en suma, de todo lo que tantas veces anida en nuestro corazón y lo
contamina.
Aspiremos a aprender, a
mirar con los ojos de Jesús, a preguntarnos porqué, a esbozar un ¡qué sé yo, de
la vida de los otros! y a retener nuestra voz cuando desde nuestro corazón
brote el juicio, la sentencia.
Juzgar es reflejar en
los otros nuestra vida: cuanto más juicio más pobreza.
Señor, danos tu verdad
y tu amor y enséñanos a arrodillarnos ante ti para que ninguna tentación nos
lleve a pensar que somos dignos de esbozar una palabra acusadora contra
nuestros hermanos, hechos a tu imagen y como nosotros, hijos de Dios.
(Olga)
comunidadmariamadreapostoles.com
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