jueves, 25 de enero de 2018

¡Perdonar, nos ennoblece!






 Me lo dijo a bocajarro y se quedó tan ancho: «El primero en pedir disculpas es el más valiente. El primero en perdonar, el más fuerte. El primero en recuperar la relación con el otro, que no es lo mismo que olvidar, es el más feliz». Lo bueno es que tiene razón. El perdón nos ennoblece. Como diría Paul Ricoeur, la concepción del perdón no se refiere tanto a la culpa cometida cuanto a la confianza en el hombre, llamado a ser mejor. El perdón sólo puede provenir de una lógica de la sobreabundancia.
La conversión, como es obvio, ha de visibilizarse. Por ello sus presupuestos han de ser necesariamente interiores: cambio de actitud, de criterio y de mentalidad y, por consiguiente, cambio de conducta práctica. La conversión ha de ir acompañada de una adhesión a Cristo en la fe. Convertirse y creer son dos realidades inseparables. Por eso, en los Hechos de los Apóstoles la conversión a Cristo va seguida del bautismo, que es el sacramento de la fe.
El Reino de Dios empieza por la conversión del corazón. Los valores constitutivos del Reino son los valores personales del ser: verdad, santidad, justicia, amor y paz… frente a los del tener: dinero, poder, prestigio, influencia… En el corazón del hombre es donde ha de germinar la pequeña semilla del Reino, porque es en el corazón de las personas donde brota todo lo bueno y lo malo que vemos en el mundo, como nos lo advirtió Jesús. Solamente si nos convertimos a los valores del Reino abandonaremos los criterios del mundo y del hombre terreno, y asimilaremos las actitudes básicas de las Bienaventuranzas: pobreza, hambre y sed de justicia, fraternidad, libertad, solidaridad, no violencia, reconciliación, perdón y amor a los hermanos, incluso a los enemigos.
Sin esta conversión interior es un engaño y una utopía imposible el cambio de las estructuras en la familia y en la sociedad, en la política y en la economía, pues el egoísmo se agazapa en las nuevas situaciones, perpetuándose así el desamor, la explotación de los otros y la opresión de los más débiles. Únicamente la levadura que actúa desde dentro, o sea, la opción evangélica, puede transformar la masa entera y hacer efectivo el proyecto del Reino en nuestra vida y en nuestro entorno.
Los dones que de Dios recibimos tienen una sublime finalidad: colaborar con Él en la construcción del Reino, es decir, en la obra creadora del bien y del amor, aportando cada uno su granito de arena. En cada sitio y situación concreta hay urgencias, necesidades y posibilidades de acción y de compromiso cristiano. Necesitamos un cristianismo de incidencia social. Hay muchas cosas que si nosotros no las hacemos o no las hacemos bien quedarán sin hacer o mal hechas. Por ejemplo, ¿qué hacemos por los derechos humanos, por la paz, por la vida, por la dignidad del ser humano y por la justicia? Tenemos que perder el miedo e implicarnos como cristianos. Irnos formando no sólo humana, teológica y bíblicamente sino también en la acción y en el compromiso social. Liderar el cambio social. Un mundo diferente es posible. Dios puso en manos del hombre el mundo y la historia, la vida y la ciencia, el amor y la justicia, la sociedad y las personas. Todo eso es responsabilidad humana; son los talentos para que el hombre y la mujer los multipliquen y los ennoblezcan, y los pongan al servicio del bien común. En la práctica de todo esto está la mayoría de edad evangélica del cristiano.
El Reino de Dios, que también es de este mundo y no solo del más allá, se realiza y crece en la convivencia humana cuando el Señor encuentra colaboración del hombre y de la mujer que responden a Dios. Creer es comprometerse y asumir consecuentemente la propia responsabilidad y el proyecto personal y comunitario cristiano. Vivir como personas no es simplemente vegetar, sino realizar en nuestra vida la obra confiada por Dios.
Esforcémonos para crecer como personas y como cristianos, porque esa es la regla evangélica del reinado de Dios, esa es la ley de crecimiento a todos los niveles. Que el Señor nos abra los ojos para vernos tal cual somos. Que Él nos conceda el espíritu joven del Evangelio para amar y servir cada día más y mejor. Dios, que es muy espléndido, espera de nosotros tan sólo un atisbo de generosidad para darnos con creces y hacer fructificar nuestro esfuerzo. Gracias por aceptar este reto de conversión.
Con mi afecto y bendición,
Ángel Pérez Pueyo
Obispo de Barbastro-Monzón

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