“¡Oh Sagrado banquete, en que Cristo es nuestra
comida, se celebra el memorial de su pasión, el alma se llena de gracia y se
nos da la prenda de la gloria futura!” (Ant. Magníficat II, Vísperas del Corpus
Christi). Cuando comulgamos dignamente, Cristo entra en nosotros para llenarnos
de su Espíritu y quedamos llenos de la vida del Espíritu, llenos del Amor de
Dios que es el Espíritu Santo, el Amor eterno con que el Padre y el Hijo se
aman. El cuerpo de Cristo nos espiritualiza porque nos sumerge en el Espíritu
Santo, en el abrazo de Amor y de Unidad que es la persona del Espíritu Santo.
No recibimos un cuerpo carnal sino espiritual. “Quien se une al Señor, se hace
un solo espíritu con él” (1Cor 6,17).
No
formamos una sola carne con Él sino un solo espíritu, ya que la carne “perece como flor del campo” (Is 40,7). Por gracia quedamos unidos al Cuerpo de
Cristo que ha vencido la muerte resucitando en la mañana esplendorosa de
Pascua; al Cuerpo de Cristo que ha vencido los dolores, las fragilidades, los
sufrimientos de nuestra naturaleza herida.
Ese
cuerpo glorioso de Cristo posee la fuerza que da vida a quien lo recibe. Así lo
expresa san Cirilo en un precioso texto que quizás pueda sorprendernos pero que
está imbuido de gran sabor evangélico: “Para que no nos contagiemos del tétano
viendo o tocando la carne y la sangre expuesta sobre la mesa santa de las
iglesias, Dios, por una gran condescendencia, ha enviado sobre los dones
presentados sobre el altar la fuerza de la Vida y los transforma en energía de
su propia Vida. (In Mat 26,27)
Ese Cuerpo glorioso de
Cristo nos incorpora a Él, nos hace habitar en Él, nos transforma y nos
espiritualiza en Él.
Por la
Eucaristía, Dios nos transforma por dentro penetrando “hasta las fronteras
entre el alma y el espíritu, hasta las junturas y médulas” (Heb 4,12) de nuestro ser. Es decir, hasta esa
parte inmortal y divina depositada en nosotros: “ese Espíritu que ha sido
derramado en nuestros corazones” (Rm 5,5) y “enviado a nuestras almas” (al 4,5) para santificarnos,
vivificarnos y espiritualizarnos poco a poco.
Jesucristo,
concediéndonos la gracia de participar de su Espíritu, quiere arrancarnos,
progresivamente, de las cosas de la tierra para hacernos renacer de lo alto
porque “la carne y la sangre no pueden heredar el Reino de los cielos”(1Cor 15,50), sino la carne y la sangre
transformadas por la Eucaristía. Fortalecidos por la presencia de su Espíritu,
avanzamos llenos de seguridad y podemos decir llenos de confianza, como decía
Job desde el lecho del dolor: “Sé que mi Defensor está vivo, que con mi carne
le veré; sí, yo mismo le veré” (Jb 19,25-26). Dios, nuestro Padre, en quien tenemos puesta
nuestra confianza, “dará la vida a nuestros cuerpos mortales por su Espíritu
que habita en nosotros” (Rm 8,11).
La Eucaristía nos diviniza
y nos abre las puertas de la vida. ¡Qué misterio tan asombroso! Adoremos en
silencio. Adoremos en la acción de gracias. Adoremos con el deseo de acercarnos
más y más a la Eucaristía, fuente de nuestra santificación.
Que Dios os bendiga a
todos.
+Juan
José Omella Omella
Arzobispo
de Barcelona
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