¡No hay peor ciego
que el que no quiere ver!
¿Os habéis fijado en el cartel de la
Campaña? Te mira con (com)pasión. Qué ingeniosos los
publicistas. Y tienen razón. Cada día estoy más persuadido que la enfermedad
más grave que aqueja hoy al ser humano es la «miopía». Cuenta Mamerto Menapace,
en uno de sus libros, que un hombre al llegar al cielo se sorprendió que estuviera
abierto. No había ninguna puerta. Movido por la curiosidad y asombrado ante
tantas maravillas fue pasando por las distintas dependencias hasta
que llegó al despacho de Dios.
Sobre el escritorio había
unas gafas. No pudo resistir la tentación y al ponérselas sintió vértigo.
¡Qué claro se veía todo! el dolor de los enfermos, las dificultades de los
pobres, las inquietudes de los jóvenes por su futuro, la soledad de los
ancianos, los intereses de los poderosos, la ternura de los enamorados, el amor
de los esposos y la solicitud por sus hijos, las promesas de los políticos, la
honestidad de hombres y mujeres en el trabajo y en la vida, etc.
Enseguida le vino a la mente qué
estaría haciendo su socio en la financiera. Estaba intentando estafar
a una viuda. Al ver aquello, invadido por un profundo sentimiento de justicia,
agarró un taburete y se lo lanzó con tan buena puntería que le dio en la
cabeza.
En esto todo el cielo se llenó de
algarabía. Era Dios que volvía de paseo con sus ángeles. Sobresaltado, dejó
las gafas y trató de esconderse. Pero Dios ya se había dado cuenta y
con picardía le había hecho comprender que echaba de menos un taburete. Al
verse descubierto, trató de excusarse por haber entrado sin permiso en su
despacho y haber utilizado sus gafas.
No, no, dijo Dios. No me molesta que
hayas entrado en mi cuarto. Ya ves que en el cielo no hay puertas. Todo es
transparente. Tampoco me importa que hayas usado mis gafas. ¡Cuánto daría
porque todos mirasen el mundo como yo lo miro! Lo que echo de menos es un
taburete que había aquí.
–Se lo lancé a mi socio, replicó. He
descubierto que es un usurero. Estaba tratando de estafar a una pobre viuda.
–Vuelve a por él, le dijo Dios. Hay
un secreto que debes conocer. Sólo podrás utilizar mis gafas cuando
estés plenamente seguro de tener mi corazón.
La historia, desgraciadamente, se
repite: ¡Como no os consideráis dignos de la vida eterna, de la salvación que
Dios ofrece a los que creen, nos recuerda Pablo y Bernabé en la primera
lectura, permaneceréis en las tinieblas! Sin embargo, no basta sólo con ver…
Hay que mirar con pasión, sentir, tener entrañas de padre-madre para abrazar
como propio el dolor ajeno. Tener compasión. Ponerte en su lugar. Sentir como
propio su dolor, su sufrimiento, su inquietud, sus anhelos, sus sueños. Sufrir
contigo y sufrir como tú. Cargarte sobre sus hombros, tal como refleja el
evangelio de este cuarto domingo de pascua, conocido tradicionalmente como el
domingo del buen pastor.
¡Cómo me gustaría que cada uno de
los feligreses de esta comunidad cristiana de San Cristóbal y San Rafael,
confiada a la Hermandad de Sacerdotes Operarios, que tanto han trabajado al
servicio de las vocaciones en la Iglesia española, así como todos los televidentes que nos
siguen a través de las ondas desde su casa, pudiera adquirir las gafas de Dios no sólo para tener su «visión providente» de las cosas, de
los acontecimientos y de las personas sino también sus mismas «entrañas» que nos hicieran sentir como propio el dolor ajeno y fuésemos
bálsamo, medicina, caricia de Dios… que lo alivia y lo sana!
Felicito a la Conferencia Episcopal
Española por la feliz iniciativa que ha tenido de hacer converger en este
domingo del Buen Pastor las campañas de la Jornada Mundial de Oración por las
Vocaciones y la campaña por las
Vocaciones Nativas. Más allá de la pura coordinación pastoral que tan
eficientemente han llevado a cabo la Comisión Episcopal de Seminarios y
Universidades, el Departamento de Pastoral Juvenil Vocacional de CONFER y el
Secretariado de San Pedro Apóstol de las Obras Misionales Pontificias, cuyos
directores Don Alonso, Don Oscar y Don Anastasio concelebran conmigo, pone de
relieve que las vocaciones tienen su origen en la mirada compasiva de Jesús,
nacen y se desarrollan en el hogar, en la
Iglesia que es la casa de la misericordia.
Damos gracias a Dios por cada una de
las vocaciones ―al
ministerio ordenado (diáconos, presbíteros, obispos), a la vida consagrada y al
apostolado laical―
por ser para el mundo un auténtico regalo, don y gracia, verdadera
«parábola» del Reino, continuadores del «Misericordioso»… Y nos comprometemos a
promoverlas y sostenerlas con nuestra ayuda económica y con nuestra oración,
especialmente las vocaciones nativas (comprueben ustedes mismos las cifras de
ayuda a tantos seminaristas y novic@s en tierra de misión). Y lo mejor es que
no se sienten héroes, simplemente
misioneros que sirven a la humanidad
porque han sabido dejarse seducir por Dios y depositar en Él su confianza.
Saben hacer «sublime» lo cotidiano. Y con su testimonio de vida, logran
seducirnos, fascinarnos, contagiarnos…
Es
Dios mismo quien va trazando la ruta de cada uno de sus elegidos. Sin embargo,
trabajar por las vocaciones sacerdotales, como diría Mosén Sol, sigue siendo
«la llave de la cosecha» porque es ir al origen mismo del bien, a la raíz de
todo apostolado. Nos hace descubrir que es el medio más eficaz para la
promoción de todos los demás campos pastorales, de cada uno de los carismas con
que Dios ha adornado a sus hijos.
Esta
es la razón por la que nos urge descubrir entres los jóvenes de nuestras
comunidades cristianas, movimientos, cofradías, grupos apostólicos… aquellos
que el Señor ha dotado con las cualidades necesarias. Animarles a que den el
paso cuando la Iglesia se lo ofrezca, sostenerlos y prepararlos adecuadamente
para que sean hombres recios, de buen carácter,
cercanos, abiertos, acogedores, comunicativos, transparentes, de espíritu
alegre y ánimo firme, solidarios y corresponsables en la tarea proyectada y
realizada en común…; creyentes firmes
que vivan la espiritualidad específica del clero diocesano: recia e integradora
que centra todo su ser y actuar, enraizada en la eucaristía y con un celo
apostólico ardiente, que descubran, valoraren y potencien todos los carismas
eclesiales…; y pastores santos, libres
de toda ambición de cargos y honores, de seguridades y comodidades, a los que
se les encuentra para todo, con una total disponibilidad… De buena y sólida
formación intelectual y capacitación práctica para el ejercicio del ministerio
presbiteral. Que vivan y ejerzan su sacerdocio fraternamente.
Los
sacerdotes nos ayudan a descubrir nuestra verdadera identidad, esto es, lo que somos y significamos para Dios. Su vida y ministerio nos permiten «abrir los ojos»,
mirar a las personas desde adentro y desde arriba, en toda su profundidad y
anchura. Nos ayudan a entender que NADA
SE PIERDE PARA SIEMPRE… que todo ser viviente, en un cierto momento, cambia de
estado para vivir eternamente en la LUZ del amor de AQUÉL que nos ha creado.
Ángel Javier Pérez
Pueyo
Obispo de Barbastro-Monzón
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