Hay algo de misterioso en la mirada. Ella nos pone,
sin palabras, en contacto con los hermanos y transmite el sentimiento hacia el
otro: ternura, cariño, deseo, desprecio, ira, enfado… Recordar las miradas de
Jesús y el intercambio con los discípulos en Jn 1,35-42 es toda una lectura del
interior de los protagonistas. El primero, el Bautista, que dirige a Jesús una
mirada de confianza y alegría: “Este es el Cordero de Dios”, asumiendo su papel
en la historia de la salvación. Los discípulos se acercan entre admirados y
perplejos. Jesús los mira y les pregunta: “¿Qué buscáis?”. “Rabí, ¿dónde
vives?”. Y se quedan todo el día con Él, contemplando. Esa mirada lleva
implícita una llamada a la conversión y a la misión.
Así lo señala el papa
Francisco en su Mensaje para esta Jornada:
“La acción misericordiosa del Señor perdona nuestros
pecados y nos abre a la vida nueva que se concreta en la llamada al seguimiento
y a la misión. Toda vocación en la Iglesia tiene su origen en la mirada
compasiva de Jesús. Conversión y vocación son como las dos caras de una sola
moneda y se implican mutuamente a lo largo de la vida del discípulo misionero”.
Esa mirada de Jesús implica comprensión, disposición a
la amistad, a la acogida, al perdón hacia quienes se le acercan. El desenlace
del cuadro nos presenta una forma nueva de vivir: seguir a Jesús. Solo quien ha
sentido en su corazón la mirada penetrante y llena de vida de Jesús se atreve a
dejar todo e ir tras Él. ¿Quién no se ha sentido tocado por la mirada confiada
de un niño? Hay miradas que sanan y miradas que dejan frío y
desconcertado. Son estas últimas miradas llenas de malos deseos: ira,
enfado, maldad… vacío interior; miradas que, lejos de construir,
destruyen; que no llevan a la conversión, porque el corazón, lleno de orgullo y
autocomplacencia, no necesita, al menos eso cree, de nadie… ¿Para qué
mirar a Dios, si él mismo es dios? Dios nos mira con pasión, para
construir nuestra vida en la seguridad de su amor. Amor que cambia la debilidad
en fuerza, la inseguridad en valentía, la resignación en esperanza; amor
compasivo y misericordioso porque viene de un Dios Padre que “nos ama tanto que
no puede vivir sin nosotros”.
Nuestra fe se vive en comunidad; allí nace la llamada
y es punto de referencia para nuestro crecimiento personal y reflejo de la luz
que Dios quiere transmitir a los hombres a través de la comunidad creyente.
Somos el lenguaje con el que quiere el Padre comunicarse con los hombres de
cada tiempo:
“Dios nos llama a pertenecer a la Iglesia y, después
de madurar en su seno, nos concede una vocación específica. El camino
vocacional se hace al lado de otros hermanos y hermanas que el Señor nos
regala: es una con-vocación”.
Hemos de tomar conciencia de que no caminamos solos,
hemos de comunicar, ayudar, responder: es una invitación a realizar la misión
de servicio en la Iglesia para el mundo. Superar la creencia de que la vocación
es patrimonio de personas “especialmente consagradas”. La llamada fundante es
la que se realiza en el bautismo; cada uno tiene una misión importante; la
diversidad de llamadas y respuestas prefigura al Cristo total con funciones y
ministerios. El Papa nos dice que los hermanos que caminan a nuestro lado son
un regalo de Dios:
“Respondiendo a la llamada de Dios, el joven ve cómo
se amplía el horizonte eclesial, puede considerar los diferentes carismas y
vocaciones y alcanzar así un discernimiento más objetivo. La comunidad se
convierte de este modo en el hogar y la familia en la que nace la vocación. El
candidato contempla agradecido esta mediación comunitaria como un elemento
irrenunciable para su futuro. Aprende a conocer y a amar a otros hermanos y
hermanas que recorren diversos caminos; y estos vínculos fortalecen en todos la
comunión”.
¡Cuánta necesidad hay en la Iglesia de descubrir y
cultivar la complementariedad de las vocaciones! Es sorprendente el
“proselitismo miope”, la visión restringida de la llamada, el afán competitivo
por “fichar”… La fluidez y generosidad en el acompañamiento de los jóvenes que
sienten una inquietud de llamada al servicio (sea en la vocación al ministerio,
a la vida religiosa o al compromiso laical) es más atractiva que el interés
desorbitado por traerlo a nuestro terreno. Lo cual no implica abandono y falta
de comunicación del propio carisma, sino ayudar a contemplar los diversos
carismas para lograr un discernimiento más objetivo.
Mirada con pasión y mirada compasiva: para comprender
al hombre de hoy, para sembrar misericordia ante las dificultades de los
jóvenes, condicionados por el ambiente, lo política y socialmente correcto, las
modas y los modos de vida que brotan en su grupo de coetáneos, el abandono de
principios que den consistencia. Da la impresión de que la generación actual es
algo gelatinosa, casi líquida, porque, al menos en apariencia, presenta poca solidez.
Pero es necesario aprender su lenguaje, los signos
significativos, los elementos con valor comunicativo para ellos. Puede que
necesitemos cambiar los signos que usamos por otros que signifiquen lo que
queremos comunicarle. Compasión también es ayudarles a reforzar su personalidad
de manera “cariñosa y comprensiva”, sin deseos de manipulación alguna, llevados
por la “pasión” que Dios muestra por cada uno de los hombres. Mirada compasiva,
mirada que sintoniza con cada tiempo e invita a ser transmisor del regalo de la
Palabra de salvación recibida. Nuestra tarea está en no tergiversarla y en
hacerla actual, no solo con la repetición, sino también con el tono de vida.
¡Ojalá la pasión en el amor nos mueva a compasión!
Compasión en la misión ad gentes. Sentido
universal de la misión, apasionada y compasiva, con la fuerza de la pasión y el
amor compasivo que sana: “Miserando atque eligendo”. Mateo se
sorprende, al verse elegido inesperadamente, porque el amor de Dios es
imprevisible y con su misericordia prepara el camino para la respuesta
afirmativa.
Alonso Morata
Secretario Técnico de la
Comisión Episcopal de Seminarios y Universidades
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