Nada
hay más grande que la condición de “mujer”. Curiosa afirmación en un mundo
globalizado en el que se quiere disimular la condición del género: Dios creó un
hombre y una mujer con unas determinadas características que diferencian su sexo
y su papel en el mundo. Son iguales en dignidad y respeto, en derechos y
obligaciones, iguales ante Dios y ante los hombres. Ninguno es superior al otro
y ambos cumplen “el Plan de Dios” en la tierra.
Por
desgracia, el Maligno introdujo el pecado en el mundo, y es consciente que
deshaciendo la familia, tiene ganada la partida en el camino de la salvación.
Así
aparece la ideología de género, y en un diabólico “progresismo”, aparece el
divorcio, y los llamados “progenitores A y B…y C…y qué se yo cuántas letras
más.
Aparecen
familias con hijos de las dos partes, fruto de relaciones de cada cual, y hasta
se considera bien, por ese mal llamado progresismo. La mujer quiere ser tratada
igual al hombre, y es de todo derecho. Pero los papeles en la sociedad, fuera
del ámbito profesional, son distintos: no hay uno superior al otro. Ahora los
padres colaboran en la educación de los niños y en las labores domésticas
ayudando a su mujer. En eso sí se ha adelantado. La mujer trabaja fuera de casa
para poder ayudar a la economía familiar y existen excelentes profesionales en
todas las ramas del saber que son del género femenino. Otras veces, la mujer
que trabaja fuera de casa, tiene que dejar el cuidado de sus hijos a los
abuelos, o incluso a personas ajenas que les cuidan, cobrando una parte del
salario que perciben las primeras. La sociedad está así.
Tanto
valora Jesucristo- Dios a la mujer que quiso nacer de sus entrañas para hacerse
hombre como nosotros. No hay don más grande que Dios pueda dar a la mujer.
Pero
vayamos a la Escritura, Palabra revelada por Dios, fuente de nuestra fe. En el
libro del Génesis encontramos el primer y más bello y limpio piropo que el
hombre pudo hacer a la mujer:
“…Esta sí que es hueso de mis huesos y
carne de mi carne. Esta será llamada “mujer”,
porque del varón ha sido tomada…” (Gen 2,23)
Damos
un salto en la historia y nos encontramos en las bodas de Caná, en Galilea.
Jesús ha sido invitado a una boda, en la que también están María y los
discípulos. María, siempre atenta al bien de los demás, percibe que falta el
vino; el vino es la fiesta, es la alegría; y la falta de vino puede poner en un
compromiso a los novios. Y este quizá pequeño detalle no pasa inadvertido para
María. Y le dice a Jesús: “No tiene
vino”. Él responde: ¿Qué tengo que ver contigo, mujer? Todavía no ha llegado mi hora” (Jn 2,3)
La
respuesta de Jesús nos sorprende; parece casi como una respuesta un tanto
“despegada”, o falta de cariño y de delicadeza. En este caso no le llama Madre,
como cabía de esperar. Y sorprende.
Cuando
en la Escritura algo sorprende, hay que detenerse y meditar. Dios quiere decir
algo que está oculto a primera vista. Aquí la mujer representa a toda la
humanidad. Ni desprecia a su Madre- que es también la nuestra-, ni desprecia a
la Humanidad. No ha llegado su hora, la hora fijada por el Padre para el inicio
del camino para la salvación del mundo, y, sin embargo, ante la presentación
del problema que le anuncia María, se estremece, cede a sus ruegos, comprende
la situación y no duda en resolver el problema. Ya nos está indicando un camino
seguro para llegar a Él. Hemos de presentar nuestros problemas a María. San
Bernardo la llamaba “el recurso ordinario”.
Por
último, en la Cruz, en medio de los más terribles tormentos, mira a su
alrededor y encuentra ¡cómo no! a su
Madre y “al discípulo que tanto amaba”.
Y le
dice: “Mujer, ahí tienes a tu hijo” (Jn 19,26). De nuevo la llama
“mujer”, expresando como antes, la condición de representante de toda la
Humanidad.
Es
curiosa la cita de “el discípulo que tanto amaba”; todos identificamos a Juan,
el discípulo amado. Pero también podemos identificarnos nosotros en ese
discípulo que queremos ser, y que el mismo Jesucristo dice” que tanto amaba”.
Somos
de esta forma, amados de Dios.
Alabado
sea Jesucristo
Tomas
Cremades Moreno
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