Queridos
hermanos y hermanas en el Señor:
El
mundo moderno se caracteriza por la prisa. Siempre tenemos prisa, todo lo
hacemos con prisa. El instante se valora como pocas cosas y la espera desespera
a nuestros contemporáneos. Incluso estas letras pueden estar escritas con
prisa, al ritmo de un tiempo medido y limitado por las muchas ocupaciones.
Nuestra impaciencia es de tal calibre que no sabemos valorar, de hecho no
valoramos, la espera ni la paciencia. Y lo cierto es que cuanto más corremos
nosotros más corre la vida; y lo más importante es que pasamos de puntillas por
la vida sin vivirla. Quizás sabemos y nos movemos como nunca, pero no
saboreamos. Cómo no recordar la palabras de San Ignacio de Loyola en el libro
de los Ejercicios Espirituales, que podemos también referir a la prisa: “No el
mucho saber harta y satisface al anima, mas el sentir y gustar de las cosas
internamente” (EE, 2).
En
la Iglesia hay hermanos y hermanas que viven el tiempo al ritmo de la
contemplación, centrados en Dios que llena la vida del hombre como nada ni
nadie puede hacerlo; ellos nos enseñan el valor del silencio, de la paz, de la
paciencia. Sin embargo, atrapados por la visión de este mundo, hay muchas personas,
incluso muchos católicos, que se preguntan qué hacen una religiosas dedicadas a
la oración, viviendo en clausura, con tantas cosas que hay que hacer en el
mundo. Parece que la esencia de la vida cristiana estuviera en el hacer, cuando
no es así. Además un hacer al que le falta la esencia del ser está condenado a
sobrevivir en la vaciedad, a terminar sin tener sentido. La vida cristiana
hunde sus raíces y encuentra su fuerza en la contemplación del rostro de Dios.
Este domingo, solemnidad de la Santísima Trinidad, estamos llamados a entrar en
la hondura de Dios. Podemos contemplar a Dios porque Él se ha revelado al
hombre en la persona y en el misterio de Cristo, el Verbo Encarnado. Por el
rostro de Cristo llegamos al misterio mismo de Dios. Dios es amor que se
entrega, y así muestra al hombre su grandeza dignidad. En el misterio de la
Santísima Trinidad encontramos también el camino y el modelo para nuestra
propia vida.
Por
todo esto, la Iglesia ha querido que esta fiesta esté también consagrada a dar
gracias a Dios y pedir por los hermanos y hermanas nuestros que viven la
vocación monástica, consagrados a la contemplación del rostro de Dios.
San Juan
Pablo II, en la Exhortación Apostólica Vita Consecrata, describía
así la naturaleza y finalidad de la vida consagrada contemplativa: “Los Institutos orientados
completamente a la contemplación, formados por mujeres o por hombres, son para
la Iglesia un motivo de gloria y una fuente de gracias celestiales. Con su vida
y su misión, sus miembros imitan a Cristo orando en el monte, testimonian el
señorío de Dios sobre la historia y anticipan la gloria futura. En la soledad y
el silencio, mediante la escucha de la Palabra de Dios, el ejercicio del culto
divino, la ascesis personal, la oración, la mortificación y la comunión en el
amor fraterno, orientan toda su vida y actividad a la contemplación de Dios.
Ofrecen así a la comunidad eclesial un singular testimonio del amor de la
Iglesia por su Señor y contribuyen, con una misteriosa fecundidad apostólica,
al crecimiento del Pueblo de Dios” (n.8).
Los
monjes y monjas contemplativos nos enseñan con su vida el camino de la
misericordia. La contemplación es el camino de la misericordia. El amor de Dios
llena el alma del que lo contempla haciéndole gustar de su misericordia. No hay
más camino a la misericordia con los demás que el haber experimentado en
nuestra propia vida la misericordia de Dios.
En
nuestra diócesis existen cuatro monasterios de vida consagrada dedicados a la
contemplación. Son estas hermanas las que acompañan y sostienen con su plegaria
el camino de nuestra Iglesia. Por esto, os invito a dar gracias a Dios por este
servicio callado e imprescindible, al tiempo que pedimos por cada una de ella
para que no se cansen de orar y de inmolarse por la salvación de los hombres.
Que no falten las vocaciones necesarias para que siga encendida la lámpara de
estas comunidades enraizadas en el corazón mismo de la Iglesia.
A
la Virgen María, figura de la Iglesia y mujer contemplativa, encomendamos la
vida de los contemplativos para que los haga, como ella, firmes en la fe,
perseverantes en la esperanza y diligentes en la caridad. Que ella sea su
ejemplo e intercesora.
Con mi
afecto y bendición.
+ Ginés García Beltrán,
Obispo de Guadix
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