Llega el tiempo de la declaración de la renta y somos muchos los que
marcamos la casilla para que una parte de nuestros impuestos vayan a la
Iglesia. Sabemos que nuestro dinero servirá para que la Iglesia pueda desarrollar
su misión evangelizadora que abarca multitud de campos: sostenimiento de los
sacerdotes, seminarios, escuelas y centros de formación, templos y lugares de
culto, actividades sociales y caritativas. No hay dificultad, incluso, en
marcar también la casilla de fines sociales porque la Iglesia realiza una labor
importante en el campo social. Al poner la cruz en estas casillas manifestamos
al Estado nuestro deseo de contribuir con las necesidades de la Iglesia.
Hacienda actúa como un cauce que canaliza nuestra aportación. Debe evitarse la
confusión, muy generalizada, de que el Estado paga a la Iglesia mediante una
partida en sus presupuestos anuales. No es así. Son los ciudadanos, creyentes o
no, quienes aportan generosamente la parte de sus impuestos a la Iglesia
Católica. Por eso, quiero manifestar mi gratitud a quienes depositan su
confianza en la Iglesia y, con su confianza, su limosna. ¡Gracias a todos!
¡Dios recompensará vuestra generosa ayuda! Animo también a quienes desconocen
lo que hace la Iglesia a informarse de los fines a que destina la ayuda
económica, y contribuyan, si lo ven oportuno, marcando la cruz en su
declaración.
El lema de este año para la campaña de la asignación
tributaria es porque detrás de cada x hay una historia. Una
historia de quien da y una historia de quien recibe. Aunque permanezcan en el
anonimato, quienes ayudan a la Iglesia tienen su historia de compromiso con la
Iglesia, que sólo Dios conoce. Su decisión de ayudar a la Iglesia en sus
necesidades nace sin duda de la gratitud por lo que la Iglesia hace a favor de
los demás, y de la convicción de que quien siembra generosamente, generosamente
cosechará. Es la historia de mucha gente que desea compartir los proyectos de
la Iglesia y pone su granito de arena, el óbolo de su comunión.
Detrás de cada x hay también una historia que se hace posible gracias a la
ayuda de los demás. Es la historia del sacerdote que recibe sustento para su
misión; del seminarista que recibe una beca de estudios; del colegio parroquial
o diocesano, que no puede subsistir sin la ayuda que recibe; de cada proyecto
caritativo o social que hace posible la solución de tantas necesidades que
conocemos a través de las campañas eclesiales. Son historias que dependen de la
generosidad de todos nosotros. La generosidad que contribuye a que la comunión
espiritual y material crezca y se materialice en obras concretas.
La Iglesia despliega su misión en el mundo por medio de la liturgia, de la
evangelización y de la caridad. Por diferentes medios y cauces, desde sus
orígenes, ha recibido la ayuda de creyentes y de hombres y mujeres de buena
voluntad que le han ofrecido su limosna. Es la expresión del amor gratuito, de
la cooperación en el bien común, de la confianza que suscita su misión en el
mundo. Jesús instituyó entre sus apóstoles una comunión, no sólo espiritual
sino material, que se concretó en una bolsa de dinero para los pobres. San
Pablo organizaba colectas para los pobres de Jerusalén, y justificaba esta
iniciativa en la caridad de Cristo que vino a enriquecernos con su pobreza.
Esta caridad no ha dejado de existir en la Iglesia. Gracias a ella, la Iglesia
se ha convertido en una comunión de bienes espirituales y materiales que
permite, en un mundo que aspira a la solidaridad, a la fraternidad y a la
compasión con los más necesitados, llevar a cabo tantas historias que se hacen
posibles cuando marcamos la casilla de nuestra aportación a la Iglesia.
+ César Franco Martínez
Obispo de Segovia
(Fuente SIC)
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