Señor, esta
tarde, al estar en el jardín de mi hija acompañando a mis nietos en sus juegos,
he caído en la cuenta de que ya estamos en primavera.
¡Qué variedad de
policromados colores en las flores! ¡Qué pluralidad de perfumes desprenden!
Gracias por tu
dedicación en aquel tercer día de la creación. Hay muchos incrédulos que niegan
tu existencia, Señor, porque no te ven físicamente, pero ¿tampoco ven tu obra?
Solamente tienen que abrir los sentidos de la vista y el olfato para darse cuenta
que la complejidad en la gama de colorido y perfume de esas flores de algún
sitio habrá salido.
Gracias, Señor,
por la grata tarde que he pasado; por el entretenimiento, aunque este
prácticamente es diario, que esos juguetones niños me proporcionan y por la
embriaguez sensorial que me ofreció, el aspirar la pluralidad en matices
olfativos al ir acercando mi nariz –he de reconocer
que ya está muy disminuida su sensibilidad– a las
variopintas clases de plantas en flor que allí había. Si los matices olfativos
difícilmente los percibía, no ocurría lo mismo con el colorido, mis ojos sí
distinguían perfectamente, incluso, las distintas tonalidades de colores.
Gracias, Señor, por hacerme consciente, en ese momento, de tu obra.
Algunos
científicos con sus tecnologías creen, en su soberbia, inventar lo más
importante para el hombre, pero no se dan cuenta que la sencillez de una flor
es capaz de satisfacer, más que todos los bienestares, el espíritu humano. Los
mejores pintores sentirán envidia de la perfección de la flor, pero nunca
podrán igualar tu obra, Señor. Los químicos, ayudados de sus probetas y demás
aparatos, nunca llegarán a dar con la sencillez del perfume de la rosa. Y si
todos ellos fueren capaces de llegar, alguna vez, a lograr lo pretendido,
siempre tendremos que decirles que es una copia. La patente del original la
tienes Tú.
Gracias, Señor,
por el conjunto de tu obra: por esas flores, por la profundidad de los mares,
por la inmensidad de los océanos, por los peces, animales terrestres y aves,
por el azul cielo, por mis hermanos, los hombres… por todo, Señor, gracias.
Pedro José
Martínez Caparrós
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