El domingo próximo
celebramos la Solemnidad del Corpus Christi -del Cuerpo y la Sangre de Cristo-
y la tradicional procesión de la Sagrada Hostia por nuestras calles. En este
día, los católicos manifestamos públicamente nuestra fe en la presencia real,
sacramental y permanente de Jesucristo en la Eucaristía y ofrecemos al mundo el
Amor y la Misericordia de Dios, hecho Eucaristía.
Como nos dice el papa
Francisco, “La Eucaristía constituye la cumbre de la acción de salvación de
Dios: el Señor Jesús, haciéndose pan partido por nosotros, vuelca, en efecto,
sobre nosotros toda su misericordia y su amor, de tal modo que renueva nuestro
corazón, nuestra existencia y nuestro modo de relacionarnos con Él y con los
hermanos”. Recibir la comunión o comulgar significa “que en el poder del
Espíritu Santo, la participación en la mesa eucarística nos conforma de modo
único y profundo a Cristo, haciéndonos pregustar ya ahora la plena comunión con
el Padre que caracterizará el banquete celestial, donde con todos los santos
tendremos la alegría de contemplar a Dios cara a cara” (Audiencia 5.2.2014).
En la Eucaristía, el Señor
nos da comer su mismo Cuerpo y a beber su Sangre, nos atrae hacía sí, se une
con cada uno de los que comulgan, crea y recrea la fraternidad entre los que
comulgan, alimenta nuestra fe y vida cristiana y genera una comunión que envía
a la misión para que su amor y misericordia lleguen a todos. Además, el Señor
se queda entre nosotros para que podamos estar y hablar con él, contemplarle y
adorarle, para ser manantial permanente de nuestra caridad fraterna y de
nuestro ardor misionero.
El Corpus Christi es una
magnífica ocasión para entrar en el corazón del misterio de la Eucaristía.
Todos deberíamos empeñarnos en que esta Fiesta recobre una mayor participación
en la Misa y en la procesión de todo el pueblo de Dios. Necesitamos avivar la
fe y el aprecio por la Eucaristía: es el bien más precioso que tenemos los
cristianos. Es el don que Jesús hace de sí mismo, revelándonos y ofreciéndonos
el amor y la misericordia infinitos de Dios por la humanidad, por cada hombre y
mujer y, de manera muy especial, para los más pobres y necesitados.
Cuando
celebramos con fervor la Eucaristía y cuando adoramos con devoción a Cristo
presente en el sacramento del altar se aviva en nosotros la conciencia de que
donde hay amor brilla, también, la esperanza. Donde el ser humano experimenta
el amor se abren para él puertas y caminos de esperanza. No es la ciencia, sino
el amor lo que redime al hombre, nos recordaba el Papa Benedicto XVI. Y porque
el amor es lo que salva, salva tanto más cuanto más grande y fuerte es. No
basta el amor frágil que nosotros podemos ofrecer. El hombre, todo hombre, necesita un amor absoluto e incondicionado para
encontrar sentido a la vida y vivirla con esperanza. Y este amor es el amor de
Dios, que se ha manifestado y se nos ofrece en Cristo y que tiene su máxima
expresión sacramental en la Eucaristía, fuente inagotable del amor.
Cuando se vive la
Eucaristía, como misterio de presencia de Cristo que acompaña al hombre en el
camino de la vida, se descubre también que la Eucaristía es el gran sacramento
de la esperanza, anticipo de los bienes definitivos a los que todos aspiramos y
esperamos en lo hondo de nuestro corazón.
Si se celebra y vive la
Eucaristía como el gran sacramento del amor, esto se traduce necesariamente en
gestos de amor, en obras de caridad y en obras de misericordia, que se
convierten en signos de esperanza de un mundo nuevo. Es lo que hacen tantos
cristianos en su compromiso de caridad cristiana; es lo que hacen nuestras
Cáritas y tantas obras caritativas y sociales de grupos eclesiales y
congregaciones religiosas.
Celebremos con fervor el
Corpus Christi; entramos en el misterio de la Eucaristía, dejémonos configurar
por ella, para ser testigos comprometidos del Amor y de la esperanza que
no defrauda.
Con mi
afecto y bendición,
+
Casimiro López Llorente
Obispo de
Segorbe-Castellón
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