La fiesta del Corpus
Christi surge a mediados del siglo XIII, en el año 1264, en Lieja, y se
extiende por voluntad del Papa Urbano IV a la Iglesia universal. La celebración
litúrgica alcanza su máxima expresión cuando comienza a introducirse la
procesión del Santísimo con la participación de todo el pueblo. De tal manera
que esta procesión asumió un carácter solemne de manifestación de la fe en la
presencia real de Cristo en la Eucaristía, de adoración pública del Señor.
San Agustín es
probablemente entre los Santos Padres de la Iglesia quien expresó de forma más
precisa y profunda el vínculo que existe entre la Eucaristía y la Iglesia. La
Eucaristía engendra y genera que el mandamiento del amor sea vinculante para
los discípulos de Cristo. Quienes nos alimentamos de Cristo, hemos de hacer las
obras de Cristo, y hemos de dar y vivir con el amor de Cristo. Si no vivimos en
este amor, si no lo mostramos en obras y palabras, ofendemos la Eucaristía. Es
en ella y desde ella donde engendramos un nuevo tipo de relaciones entre los
hombres, las que nacen de la comunión con Cristo. Por eso, os invito, en el día
del Corpus Christi, a vivir la procesión que se hace en todas las iglesias
particulares: «Miradlo, contempladlo: crea y educa para la comunión». Y así
entendemos las palabras del Señor: «El que come mi carne y bebe mi sangre
permanece en mí y yo en él. […] El que me come vivirá por mí» (Jn 6, 56-57). La
comunión con Nuestro Señor Jesucristo cura heridas, rupturas, enfrentamientos y
nos lleva siempre a buscar el encuentro con el otro. Así lo hizo nuestro
Maestro.
La
encíclica Ecclesia de Eucharistía (17 abril, 2003), en el
capítulo cuarto, “Eucaristía y comunión eclesial”, nos recuerda que no podemos
olvidar lo que san Pablo decía a los Corintios, cuando les mostraba el gran
contraste que existía entre sus divisiones y enfrentamientos y lo que
celebraban en la Cena del Señor. San Agustín lleva al culmen estas enseñanzas
que nacen de la Cena del Señor, y de la reflexión que hace san Pablo. Dirá así:
si los cristianos somos el cuerpo de Cristo y somos sus miembros, entonces,
cuando el Señor está realmente presente en el altar, sobre la mesa, allí está
el misterio que somos nosotros mismos. Somos uno en Cristo, los miembros no
pueden separarse de la Cabeza. De ahí que la conclusión sea clara: hemos sido
consagrados para la unidad y la paz, para recrear y educar en la comunión a
todos los que nos encontremos en la vida. Si hacemos lo contrario, estamos
negando lo que somos y negando a Cristo. Por eso es una gracia para la Iglesia
esta fiesta del Corpus Christi: saliendo el Señor por las calles, nosotros los
cristianos, podemos mirarlo, contemplarlo, y en esa actitud se crea en nuestra
vida una nueva manera de vivir y se convierte en una escuela para la comunión.
La
Iglesia vive de la Eucaristía. Esta expresión encierra en sí misma, y en una
síntesis perfecta, el núcleo del misterio de la Iglesia. De ahí que el Concilio
Vaticano II proclamase el Sacrificio eucarístico diciendo que es «fuente y cima
de toda la vida cristiana» (LG 11). La fiesta del Corpus Christi quiere
suscitar en los cristianos y en quienes ven el paso del Señor, lo que podemos
llamar el asombro eucarístico. Pido al Señor,
que se suscite en todos el asombro eucarístico,
que en definitiva es la invitación a que contemplemos el rostro de Cristo.
Ahora que la humanidad padece la enfermedad de las tres D,
de la que os he hablado en otras ocasiones, pues desconoce su rostro, desconoce
su meta y la desesperanza se establece en su vida, os invito a que contemplemos
a Cristo. Él es Fuente de Misericordia. Los hombres estamos necesitados de
saciar nuestra sed en esa Fuente. La humanidad para renovarse desde dentro
necesita de esta agua viva.
La Eucaristía es el corazón
de la Iglesia. En la Eucaristía, nos hace cuerpo suyo. Recuerdo unas palabras
del Papa Francisco: «La Eucaristía es el sacramento de la comunión; nos lleva
del anonimato a la comunión, a la comunidad […] nos hace salir del
individualismo para vivir juntos el seguimiento, la fe en Él». La Última Cena
es para Jesús un momento cumbre, muy esperado y anhelado por Él. Es la hora
suprema y definitiva de su existencia terrena. Se puede ver el acto con que
Jesús, al instituir la Eucaristía, manifiesta en un denso resumen sus
intenciones respecto a la Iglesia. El Pueblo de la Alianza Antigua había
surgido con los acontecimientos del Éxodo. Todos los años, los judíos hacían
memoria solemne de esos acontecimientos fundadores en la celebración de la
Pascua. La Última Cena se dibuja como el acontecimiento fontal de la Iglesia.
Es la fuente de la Iglesia. Es la memoria actualizada de la Alianza Nueva y
definitiva que reúne al Israel de los últimos tiempos. El Pueblo reunido por la
Cena del Señor es signo para todos en la historia del presente y del futuro de
la promesa de Dios.
En la Eucaristía recibimos
el don de sí mismo de Jesucristo ¡Qué grato resulta a los discípulos de Cristo
tomar conciencia, cada día más viva, de que la Iglesia ha recibido la
Eucaristía de Cristo, su Señor, y no solamente como un don, sino como el don
por excelencia, ya que es el don de sí mismo, de su persona, de su humanidad
santa, de su obra salvadora! La Eucaristía muestra de una manera palpable el
amor del Señor que llega hasta el extremo, pues es un amor que no conoce
medida. Míralo, contémplalo. Haz el gran descubrimiento de lo que engendra en
tu vida, pues crea una manera de vivir y educa para una manera de estar con los
hombres.
Contemplar
al Señor en el Misterio de la Eucaristía, su presencia real, dar culto a la
Eucaristía fuera de la Misa, es un privilegio para aprender el arte de la oración. En la fiesta del Corpus Christi se
quiere resaltar el culto que se da a la Eucaristía, también fuera de la Misa.
Es extraordinario estar con el Señor, palpar el infinito amor de su corazón en
el culto eucarístico, particularmente con la exposición y adoración del
Santísimo Sacramento. El Papa san Juan Pablo II nos dijo en la carta apostólica Novo millennio ineunte que el cristianismo ha de
distinguirse en nuestro tiempo, sobre todo, por al arte de la oración, por ser
un pueblo de diálogo permanente con Dios. Es verdad que la oración se puede
hacer de muchas maneras. Pero, ¿cómo no sentir necesidad de largos ratos de
conversación y de adoración silenciosa, en actitud de amor, ante Cristo
presente realmente en el Santísimo Sacramento? Un cristiano que quiere anunciar
al Señor y ser testigo suyo, tiene que contemplar el rostro de Cristo para no
ser testigo falso, y decir y hablar de quien desconoce.
Para un cristiano que
celebra y adora la Eucaristía, nada de rupturas, divisiones, cerrazones en las
relaciones y la convivencia social, cultural, económica o política. La Eucaristía
nos compromete de lleno al servicio, al testimonio y a la solidaridad con los
hermanos, es decir, a la vivencia del mandamiento del amor nuevo: «Amaos los
unos a los otros, como yo os he amado». Por eso, en este día del Corpus Christi
se nos recuerda a través de la organización de Cáritas, que el sacramento de la
Eucaristía no se puede separar del mandamiento de la caridad. No se puede
recibir el Cuerpo de Cristo y sentirse alejado de los que tienen hambre y sed,
son explotados o extranjeros, están encarcelados o se encuentran enfermos. Hay
que dar de lo que nos alimentamos y contemplamos.
Con gran afecto, os
bendice,
+Carlos
Osoro,
Arzobispo
de Madrid
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