Llevan meses ensayando. Acaso los oímos a
las horas discretas del atardecer cuando ellos aprovechan algún rincón
espacioso para aprender el ritmo de sus cornetas y tambores sincronizando
el paso pausado de sus pies. Me estoy refiriendo a nuestros cofrades
que en las diversas cofradías y hermandades se esmeran para escenificar
luego por calles y plazas lo que representa la imagen de Cristo o de María
que se honran en procesionar.
Debemos mucho a las cofradías como expresión noble de una religiosidad
popular y es justo reconocerlo con gratitud no sólo por lo que supone
de gusto estético este noble alarde religioso que tiene la audacia
y la libertad de sacar a la calle una expresión de la fe. Sino también
porque, junto al arte que se exhibe en el paso que ellos sacan en procesión
con la sobria armonía de sus túnicas y capisayos, está también el gesto
solidario con el que unas y otras cofradías se comprometen con la caridad
social ayudando a nuestros cauces del amor fraterno como son Cáritas,
Manos Unidas, Conferencias de San Vicente de Paúl, etc. Y al lado de estas
dos expresiones, está también algo importante que realizan bien las cofradías:
la formación cristiana de sus cofrades. Con diversa modalidad, también
representa un modo adecuado de acompañar y madurar la fe de los cofrades
a través de catequesis, de retiros espirituales, de preparación
para algunos sacramentos.
La vida cristiana que tiene sabor cofrade no se reduce a la procesión
que con tanto tiempo y esmero preparan durante largos meses, sino que
es la vida cristiana como tal la que entra en juego y se pone a prueba con
la verdad por delante. Personas alejadas de la fe tienen este punto de
entronque y para no pocos comienza o incluso se estrena un modo nuevo
de mirar las cosas cuando se contemplan con ojos cristianos desde el horizonte
que se vislumbra en el balcón de la comunidad cristiana que es la Iglesia de Jesús.
Precisamente la Iglesia es una gran cofradía, tal y como señala el
significado de esta expresión: una confraternidad, una comunidad
de hermanos que teniendo cada uno su edad, su sensibilidad religiosa,
su compromiso social, su preparación cultural, su situación económica,
su vocación en la vida, todos participamos de esa pertenencia eclesial
que nos hace ser auténticamente hermanos formando una comunidad viva.
Hay una cita especial terminando la cuaresma, que es la semana santa
y dentro de ella el triduo pascual. Ahí confluyen todas nuestras procesiones:
las que van por fuera con la vistosidad cofrade, y las que van por dentro
con la entraña de cuanto vivimos de bello y esperanzado o de duro que
pone a prueba nuestra esperanza. Son días intensos y especiales en
los que nos asomamos a aquella primera procesión –también por fuera y
por dentro– que le tocó vivir al Maestro, a Jesús el Señor. Mirándole a
Él, aprendemos a vivir nuestras procesiones todas en la vida cotidiana
de cada día.
Toda una pasión vivida apasionadamente, en la que se nos señalan
y proponen los verdaderos registros de una humanidad que acierta a
vivirse con paz y respeto, con misericordia y perdón, con audacia y
arrojo, con libertad y paciencia. Son los pasos de la vida por donde
pasa la procesión de cada existencia humana y cristiana. Todos somos
cofrades de esta hermosa cofradía. Y esto es lo que volvemos a vivir
los cristianos llegando estos días santos semanasanteros: pregones,
procesiones, oficios y liturgias varias, para que Dios vuelva a encender
en nuestras penumbras mortecinas la Luz resucitada que nunca se apaga.
Os deseo una santa Semana Santa.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
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