Cuenta Esopo en una de
sus fábulas que cuando Prometeo modeló al hombre le colgó dos alforjas, una
delante, sobre el pecho, que guarda los defectos ajenos y otra detrás, sobre la
espalda, que contiene los defectos propios. Así los hombres ven los defectos
ajenos, pero no los suyos.
Algo parecido es lo que
viene a decirnos Jesús cuando perdona a la mujer sorprendida en adulterio. Nada
menos que los entendidos en la ley y citando a Moisés se la presentan y le dan
el veredicto: según dicha ley debe morir lapidada. Con lo que no debería tener
más remedio que aceptar los hechos consumados. Querían ponerlo entre la espada
de recoger la primera piedra y la pared de proceder contra la ley. Mas Él, que
es indulgente con el caído y que está a punto de morir por el pecador, les
responde: “El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra”.
Aparte del deseo que
tiene de perdonar, reflexionemos sobre un par de curiosidades, digamos, menores:
antes se presentaron en grupo, el apedreamiento sería en conjunto; quizá con la
finalidad de que, no sabiendo qué piedra en concreto la mataba, podrían irse
cada cual al final del día a dormir sin que les remordiera la conciencia por
haber cometido un asesinato. En cambio ahora desaparece la solidaridad “...se fueron escabullendo uno a uno”.
¿Cómo nos vamos a solidarizar con los pecados ajenos? ¡Bastante hay con
reconocer los propios!
La otra curiosidad: “...empezando por los más viejos”. Al ser
mayores, más hemos vivido y en consecuencia mayores y cuantiosas han sido
nuestras acciones pecaminosas acumuladas. Además de más pecados, gracias a
Dios, acumulamos también más experiencia. Esta misma veteranía nos proporciona
la sensatez y cordura de darnos cuenta de nuestras debilidades. Tampoco nos
importa demasiado reconocernos pecadores, ya que hemos pasado aquellas lejanas fiebres de
juventud en que nuestra imprudencia o soberbia nos impediría reconocer los
errores y equivocaciones. ¡Cuánto menos, los pecados! Ahora ya hemos madurado y
adquirido algo de sensatez. Ya hemos hecho muchos exámenes de conciencia y
hemos llorado muchos pecados. Así que hemos llegado a un grado de sabiduría de
ser capaces de reconocer que no somos nadie para juzgar al prójimo, en
consecuencia agachemos nuestra cabeza y ni siquiera amaguemos para recoger la
piedra, ¡cuánto menos tirarla!
Pero Jesús tan proclive
a perdonar, no puede acepta el pecado. Por ello también a la pecadora le hace
una recomendación “...en adelante no
peques más”.
Pedro José Martínez
Caparrós
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