Entra Jesús en casa de una mujer sirio-fenicia, de
la región de Tiro, que le suplica cure a su hija poseída de un espíritu
inmundo. La Ley prohibía tocar a cualquier persona no judía para no quedar
contaminada, y Él contesta con unas palabras que pueden extrañar en el Señor de
la Misericordia. “…Espera que primero se
sacien los hijos, pues no está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los
perritos…” Palabras duras de Jesús. En aquellos tiempos los judíos llamaban
“perros” a los gentiles, y éstos lo sabían.
Es tanto el amor y la necesidad de la mujer por la
curación de su hija que pasa por cualquier vejación; no repara en ello. Cree
firmemente que Jesús la puede curar. “…Sí,
Señor, que también los perritos comen bajo la mesa las migajas de los niños…”. Le reconoce
como Dios, pues la palabra “Señor” estaba reservada sólo a Dios. Ella reconoce
no ser del pueblo elegido, pero intuye que la salvación de Dios es para todos;
tiene fe.
Jesús prueba su fe. Una madre no para en nada para
curar a su hija. Y esta es la catequesis que le da el Señor. ¡Cuántas veces los
milagros de Jesús son realizados a continuación de una confesión de fe!
Por eso nosotros no pidamos milagros; el Señor
Jesús sabe lo que necesitamos. Nosotros sabemos que Él desea hacernos el bien,
no solo material, sino, sobre todo, espiritual; quizá lo que pedimos no
conviene en el futuro, que Él ve y nosotros no vemos; quizá la tradanza en
conseguir nuestra petición se debe a que de esta espera se van a producir
bienes mayores. Tengamos “confianza” en Cristo. Confianza que tiene la misma
raíz etimológica de “fe”.
“…los que
en ti confían no quedan defraudados…” (Is 49,23) nos recuerda el profeta, y apoyémonos en lo que
dice el salmista: “…el justo no temerá
las malas noticias, su corazón está firme en el Señor…” (Sal 111)
Incluso no digamos al Señor, con nuestras peticiones,
lo que debe hacer. Digamos como María: “…No
tienen vino…”, no tenemos el vino de la esperanza, el vino de la fe, el
vino de la confianza…el vino de la fiesta, el vino de la alegría.
Y Jesús, desde la distancia, curó a la hija de la
mujer sirio-fenicia. De la misma forma que curó en la distancia al criado del
centurión romano, cumpliendo la Ley, para no contaminarse con el gentil. Los Evangelios no relatan lo que sucedió
después, ni siquiera el nombre de los actores. Seguro que en el anonimato, se produjo
la conversión de los parientes y ciudadanos del lugar. Jesús no buscó el
protagonismo, buscó el bien, como no podía ser de otra forma.
La tentación de Satanás era bien distinta:”… ¡Tírate del pináculo del Templo porque
está escrito, vendrán los ángeles y te recogerán para que tu pie no tropiece en
la piedra…”, recordando el Salmo 90.
Jesús se
escapó de la arrogancia de la exhibición; igual nosotros, busquemos sólo la
gloria de Dios en nuestro caminar, no la de los hombres, no el aplauso.
Alabado sea Jesucristo.
Tomas Cremades Moreno
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