Hoy celebra la Iglesia la resurrección de Jesús y la
nuestra con él. Son dos facetas inseparables del misterio de la resurrección,
centro de la fe cristiana. Sin ella, vana es nuestra fe, como dice san Pablo.
Por ello hay que insistir en ella y debe ser objeto de nuestra proclamación
durante los cincuenta días del tiempo de Pascua.
Jesús, Hijo de Dios, se ha hecho hombre,
compartiendo nuestra condición débil, sufriente y mortal, sometida a las
limitaciones del tiempo y del espacio, exactamente igual que nosotros menos en
el pecado. Hoy celebramos que ha conseguido transformarla, divinizándola y
haciéndola partícipe de la condición divina, sin dolor ni muerte, sino
plenamente feliz y perfecta. Es un acontecimiento real, pero perteneciente al
misterio, pues nuestro conocimiento humano está limitado por nuestra condición
de seres sometidos al tiempo y al espacio, de forma que somos incapaces de
imaginar algo que no tenga un tiempo y un lugar. De aquí la dificultad para
aproximarnos a la transformación que ha experimentado la humanidad de Jesús,
que ahora pertenece a la condición divina y, al igual que Dios Padre, está por
encima del tiempo y el espacio, en todos los tiempos y lugares. Y puesto que
Dios es la fuente y origen del amor, el gozo y el poder, Jesús ha conseguido
esta plenitud. En él la naturaleza humana queda divinizada para siempre, unidos
a él también nosotros tenemos acceso a esta divinización y plenitud.
Es importante recordar cómo ha llegado Jesús a esta
meta: puesto que Dios es amor, Jesús consagró toda su existencia humana a hacer
la voluntad del Padre por amor total. Realmente este era el camino dispuesto
por el Padre para llegar a él y regresar al Paraíso. Lo que sucedía era que el
hombre era incapaz de una vida consagrada totalmente al amor. Por eso el Hijo
de Dios se hace hombre y, con ello nuestro representante a los ojos del Padre,
y recorrió este camino en nombre propio y de toda la humanidad. En su
resurrección todos tenemos derecho a resucitar. Para hacerlo posible nos envió
su Espíritu, que nos capacita para vivir amando en nuestra existencia concreta.
Jesús ha querido que se dé a conocer a todos esta
buena noticia para hagan uso de su derecho a ser felices, pero ha querido que
se dé a conocer con medios pobres, que fueron los que él usó en su ministerio
terreno. Por eso nos dejó como rastros históricos de su resurrección el
sepulcro vacío y el testimonio apostólico. Dos realidades pobres, pero
poderosas cuando son fecundadas por el Espíritu.
La liturgia de hoy recuerda los comienzos de la fe
apostólica: Pedro y Juan creen por la gracia de Dios ante el sepulcro vacío a
la luz de la Escritura (Evangelio), por otro lado, la primera lectura nos
ofrece el comienzo del testimonio de la fe apostólica, que ha llegado hasta
nosotros y por el que también compartimos la fe en la resurrección por la
gracia de Dios.
La segunda lectura invita a vivir la vida bautismal
como medio necesario para tomar posesión de esta nueva vida que Jesús nos ha
conseguido. Ya hemos comenzado el proceso de resurrección, lo que implica que
tenemos que vivir de acuerdo con las leyes del mundo del Padre, especialmente
el amor concreto, que fue el camino que condujo a Jesús a la resurrección.
Aunque en la liturgia de este domingo no se invite explítamente a renovar las
promesas bautismales, como se hace en la Vigilia pascual, es conveniente aludir
a ello, pues la segunda lectura es una invitación a vivir como bautizados y,
por otra parte, muchos de los participantes en estas Eucaristías del domingo,
no han tomado parte en la Vigilia.
En este contexto tiene sentido la celebración de la
Eucaristía En ella damos gracias al Padre por la obra de Cristo y nos unimos a
la vida de Cristo, una existencia consagrada al amor, como forma concreta de
ratificar el camino nuevo que nos ha abierto y que conduce a nuestra
participación en la resurrección.
D. Antonio Rodríguez Carmona
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