Al inicio de la vigilia pascual, en el pregón de la fiesta, se proclama:
“Esta noche santa ahuyenta los pecados, lava las culpas, devuelve la
inocencia a los caídos, la alegría a los tristes, expulsa el odio, trae
la concordia, doblega a los potentes… porque ésta es la noche en que,
rotas las cadenas de la muerte, ¡Cristo asciende victorioso del abismo!
Es demasiado hermoso para que
sea así! ¿Acaso no te das cuenta de cómo está la humanidad? ¿Los apóstoles
y los discípulos se inventaron la resurrección de Jesús para salvar
la vida?”. Estas son algunas de les expresiones que con frecuencia me
han formulado en la búsqueda de razones para creer o al menos para planteárselo.
Cuando afirmamos la resurrección de Jesús no somos ni ciegos ni
ilusos. Ciertamente, nos fiamos del testimonio apostólico y de los
discípulos de Jesús, porque el hecho de la resurrección les cambió radicalmente
la vida hasta sus últimas consecuencias. Solo hay que pensar en su martirio,
persecución, exclusión de su religión judía, asumir el riesgo de proclamar
el anuncio por todo el mundo… ¿Quién está dispuesto a dar la vida, a jugárselo
todo por un hombre que ha sido condenado a la cruz como un delincuente,
sin tener la experiencia que algo inesperado ha sucedido? Esta
novedad inesperada, difícil de expresar en palabras, pero del todo
real, es que se han reencontrado con Jesús viviente: es la resurrección.
Los evangelistas, con sus relatos de las apariciones, muestran que
la relación y la comunicación con Jesús, tras la resurrección, ha cambiado
radicalmente. No es un compañero habitual en sus vidas. Aparece y
desaparece de forma inesperada y según su propia iniciativa. Vive
en otro “mundo” o “dimensión” en el mundo de Dios, una vez superada la
dimensión mortal. Al mismo tiempo, anuncian su experiencia real, tan
real que la han visto, la han escuchado, han comido con él, les ha acompañado,
ha partido el pan y les ha enviado a continuar su misión.
Hay que señalar el carácter “provocador” de la afirmación de la resurrección,
que contradice la experiencia humana más universal, el carácter
irreversible de la muerte. Tal como lo expresa el sentido común popular:
“Nadie ha regresado”.
Pues nuestra fe cristiana proclama lo contrario: si, un hombre ha
vuelto y ha vencido a la muerte: Jesús de Nazaret, el crucificado; y
su resurrección es la promesa de la nuestra. No ha vuelto a la vida humana
limitada, sino a la vida en plenitud de Hijo de Dios. Por eso ha podido
mostrarse inesperadamente a los discípulos.
La resurrección se afirma como un hecho real que ha vivido Jesús,
un hombre de nuestra historia. La fe en la resurrección es la afirmación
fundamental de nuestra creencia, tanto, que cristiano es aquel que cree
en la resurrección de Jesucristo.
Al profesar esta nuestra fe no somos ni ciegos ni soñadores. Sabemos
perfectamente que el dolor físico y moral asedia a muchas personas,
que la falta de una ética solidaria mata tanto como las guerras. No dejamos
de lado ni el cáncer, ni el sida, ni la droga, ni el hambre, ni la pobreza
extrema, ni la violencia, ni la precariedad laboral… ¿Cómo creer pues,
en la victoria de Jesús sobre el mal y la muerte?
Pues porque junto a estas situaciones existen otras muchas que son
signos de resurrección: el testimonio y vida de millones de personas
de todas la generaciones que por Jesucristo y en su nombre han dado la
vida, y no para arrancar vidas, sino para dar vida.
Porque somos muchos los que creemos, celebramos, anunciamos y
deseamos mostrar que la muerte no es el final absoluto que precede a
la nada, sino que estamos abocados a la plenitud de la vida y de la felicidad
que deseamos, ya vivimos y esperamos gracias a Cristo resucitado.
+Francesc Pardo i Artigas
Obispo de Girona
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