miércoles, 19 de abril de 2017

¡Re­su­ci­tó!




¡Cuán­tas ve­ces he dado vuel­tas a esa pá­gi­na del Evan­ge­lio en la que Je­sús se apa­re­ce a Ma­ría Mag­da­le­na! Com­pro­bar que Cris­to ha­bía re­su­ci­ta­do, la ex­pe­rien­cia del se­pul­cro va­cío, tie­ne tal fuer­za, tal hon­du­ra, que no es fá­cil ex­pli­car­lo con pa­la­bras. Lo que sí se pue­de de­cir es que, aque­llos que en­tra­ron y vie­ron el se­pul­cro, tu­vie­ron un an­tes y un des­pués en su vida. Eran di­fe­ren­tes; la ter­nu­ra de Dios, la re­vo­lu­ción de la ter­nu­ra de Dios se ha­bía ma­ni­fes­ta­do y ellos ha­bían te­ni­do ex­pe­rien­cia de la mis­ma. Hubo un an­tes y un des­pués en sus vi­das con el triun­fo de Cris­to, con su Re­su­rrec­ción. Pa­sa­ron de la muer­te a la vida, del fra­ca­so al triun­fo, de la men­ti­ra a la ver­dad. La me­di­ci­na más ne­ce­sa­ria para to­dos, y tam­bién para el de­rro­che mi­sio­ne­ro de la Igle­sia en me­dio de los hom­bres, es en­tre­gar la no­ti­cia de que Cris­to ha re­su­ci­ta­do. Esto es lo que el Papa Fran­cis­co no se can­sa de de­cir­nos. Lo hace con es­tas pa­la­bras tan su­yas como pro­pues­ta a toda la Igle­sia: «La ale­gría de evan­ge­li­zar». Hay que lle­var a los hom­bres la ale­gría de la Re­su­rrec­ción. San Agus­tín de­cía que «la fe de los cris­tia­nos es la re­su­rrec­ción de Cris­to». «Y Dios dio a to­dos los hom­bres una prue­ba se­gu­ra so­bre Je­sús al re­su­ci­tar­lo de en­tre los muer­tos» (Hch 17, 31).

¿Cómo su­ce­dió aque­lla ma­ña­na? La ex­pli­ca­ción es sen­ci­lla, pero tie­ne tal ac­tua­li­dad para los hom­bres y mu­je­res de este tiem­po que es ne­ce­sa­rio acer­car­se a lo que allí ocu­rrió. Des­de el mo­men­to de la Re­su­rrec­ción de Cris­to, el pri­mer día de la se­ma­na es el do­min­go. Por eso si­túa a Ma­ría Mag­da­le­na di­cien­do que era un do­min­go, el pri­mer día de la se­ma­na, cuan­do ella se di­ri­ge al se­pul­cro. Es Ma­ría Mag­da­le­na, a la que el Se­ñor ha­bía mos­tra­do tan­ta mi­se­ri­cor­dia, com­pa­sión y per­dón. Era en el ama­ne­cer, aún es­ta­ba os­cu­ro, cuan­do fue al se­pul­cro y ob­ser­vó que la losa que lo ta­pa­ba es­ta­ba co­rri­da. El se­pul­cro es­ta­ba abier­to. Se ima­gi­nó lo peor: que al­guien hu­bie­se en­tra­do para en­su­ciar la me­mo­ria de Cris­to. Por eso, al ver­lo, se asus­tó y mar­chó co­rrien­do a dar la no­ti­cia a Pe­dro y a Juan de que se ha­bían lle­va­do al Se­ñor. ¡Qué tra­ge­dia! Sin em­bar­go, era todo lo con­tra­rio: era la in­va­sión de la ale­gría por un Dios que se hizo hom­bre para re­ga­lar­nos la dul­ce y con­for­ta­do­ra ale­gría de su triun­fo en Cris­to.

El de­bi­li­ta­mien­to de nues­tra fe en la Re­su­rrec­ción de Je­sús nos de­bi­li­ta y no nos hace ser tes­ti­gos de lo más gran­de que ha su­ce­di­do para el ser hu­mano: su triun­fo ver­da­de­ro, que no está en los des­cu­bri­mien­tos ma­ra­vi­llo­sos que hace y hará, sino en el triun­fo de Cris­to que es el nues­tro; «he­mos re­su­ci­ta­do con Cris­to». Ma­ría Mag­da­le­na pen­sa­ba que allí ha­bía su­ce­di­do lo que so­le­mos ha­cer los hom­bres, una ac­tua­ción de ges­tos sin afec­tos, de ges­tos rí­gi­dos, ha­cia quien mu­rió per­do­nan­do, y en­tre cu­yas úl­ti­mas pa­la­bras es­ta­ban: «Per­dó­na­los por­que no sa­ben lo que ha­cen», «hoy es­ta­rás con­mi­go en el pa­raí­so», o «a tus ma­nos en­co­mien­do mi es­pí­ri­tu». Ma­ría Mag­da­le­na pen­só como los hom­bres, por eso rá­pi­da­men­te fue a avi­sar a Pe­dro y a Juan. Pero algo di­fe­ren­te ha­bía su­ce­di­do allí. Pe­dro y Juan fue­ron a com­pro­bar lo que ha­bía pa­sa­do. Por ju­ven­tud lle­gó an­tes Juan y vio des­de fue­ra los lien­zos ten­di­dos, pero es­pe­ró la lle­ga­da de Pe­dro, pues era el que ha­bía pues­to el Se­ñor al fren­te de to­dos. Este fue el pri­me­ro que en­tró y com­pro­bó algo inau­di­to: los lien­zos es­ta­ban ten­di­dos y el su­da­rio con el que se le ha­bía en­vuel­to la ca­be­za es­ta­ba en­ro­lla­do en un si­tio apar­te. Vie­ron y cre­ye­ron y re­cor­da­ron lo que ha­bía di­cho el Se­ñor: «que Él ha­bía de re­su­ci­tar de en­tre los muer­tos». Esto es lo que dio, a los após­to­les y a los pri­me­ros dis­cí­pu­los de Je­sús, va­len­tía, au­da­cia pro­fé­ti­ca y per­se­ve­ran­cia has­ta dar la vida para afir­mar que Cris­to es el que la da y la tie­ne y la al­can­zó para los hom­bres.

El sue­ño que el Papa Fran­cis­co nos mues­tra en la ex­hor­ta­ción Evan­ge­lii gau­dium nace de creer en Je­sús, que nos dice: «Yo soy la Re­su­rrec­ción y la Vida». Pero es ver­dad que para ha­cer reali­dad este sue­ño, hay que be­ber de la fuen­te de la vida que su­po­ne en­trar en co­mu­nión con el amor in­fi­ni­to en el en­cuen­tro con Cris­to, como les pasó a Ma­ría Mag­da­le­na, Pe­dro y Juan. En Cris­to Re­su­ci­ta­do pu­die­ron ex­pe­ri­men­tar lo mis­mo que el Papa Fran­cis­co nos se­ña­la: «Sue­ño con una op­ción mi­sio­ne­ra ca­paz de trans­for­mar­lo todo, para que las cos­tum­bres, los es­ti­los, los ho­ra­rios, el len­gua­je y toda es­truc­tu­ra ecle­sial se con­vier­ta en cau­ce ade­cua­do para la evan­ge­li­za­ción del mun­do ac­tual más que para la au­to­pre­ser­va­ción» (EG 27). El anun­cio se tie­ne que con­cen­trar en lo esen­cial que es lo más be­llo, lo más gran­de y lo más atrac­ti­vo, lo más ne­ce­sa­rio: que Cris­to ha re­su­ci­ta­do. «¡Es ver­dad! ¡El Se­ñor ha re­su­ci­ta­do y se ha apa­re­ci­do a Si­món!» (Lc 24, 34).

En esta Pas­cua, mi­re­mos a cin­co per­so­na­jes que nos in­vi­tan a ser tes­ti­gos de la Re­su­rrec­ción, que en de­fi­ni­ti­va es mos­trar la re­vo­lu­ción de la ter­nu­ra y de la mi­se­ri­cor­dia de un Dios con un in­men­so amor para el ser hu­mano:

1.   San­ta Te­re­sa de Li­sieux (1873-1897). Vi­vien­do jun­to al Re­su­ci­ta­do como «flo­re­ci­lla des­ho­ja­da, el grano de are­na […] el ju­gue­te y la pe­lo­ti­ta de Je­sús», es don­de en­cuen­tra el au­tén­ti­co sen­ti­do de su vo­ca­ción: el Amor, ca­paz de au­nar y col­mar to­dos sus de­seos, an­tes tor­tu­ra­do­res por con­tra­dic­to­rios e im­po­si­bles.

2.   El bea­to Car­los de Fou­cauld (1858-1916). Con una ex­pe­rien­cia fuer­te de la Re­su­rrec­ción, del triun­fo de Cris­to y, por ello, del hom­bre, se ol­vi­dó de sí mis­mo y pudo es­cri­bir lo que vi­vía des­de una co­mu­nión viva con Cris­to: «Pa­dre mío, me aban­dono a Ti. / Haz de mí lo que quie­ras. / Lo que ha­gas de mí te lo agra­dez­co, / es­toy dis­pues­to a todo, / lo acep­to todo. / Con tal que Tu vo­lun­tad se haga en mí / y en to­das las cria­tu­ras, / no de­seo nada más, Dios mío. / Pon­go mi vida en tus ma­nos. / Te la doy, Dios mío, / con todo el amor de mi co­ra­zón, / por­que te amo, / y por­que para mí amar­te es dar­me, / en­tre­gar­me en Tus ma­nos sin me­di­da, / con in­fi­ni­ta con­fian­za, / por­que Tú eres mi Pa­dre».


3.   San Juan XXIII (1881-1963) ha­bla de un di­rec­tor es­pi­ri­tual que nun­ca ol­vi­da­rá y ha­bla de Dios, que se re­ve­la y mues­tra en Je­su­cris­to muer­to y re­su­ci­ta­do: «Me dio un lema de vida como con­clu­sión de nues­tro pri­mer en­cuen­tro. Me lo re­pi­to mu­chas ve­ces, se­reno, pero con in­sis­ten­cia. Dios es todo, yo no soy nada. Esto fue como una pie­dra de to­que, se abrió para mí un ho­ri­zon­te in­sos­pe­cha­do, lleno de mis­te­rio y fas­ci­na­ción es­pi­ri­tual».

4.   San­ta Te­re­sa Be­ne­dic­ta de la Cruz, Edith Stein (1891-1942). La cues­tión de la Re­su­rrec­ción tie­ne una im­por­tan­cia ca­pi­tal en ella: «Cuan­do tra­ta­mos del ser per­so­nal del hom­bre, ro­za­mos de mu­chas ma­ne­ras otro pro­ble­ma que ya he­mos en­con­tra­do en otros con­tex­tos y que de­be­mos acla­rar aho­ra si que­re­mos en­ten­der la esen­cia del hom­bre, su lu­gar en el or­den del mun­do crea­do y su re­la­ción con el ser di­vino […]» (Ser fi­ni­to y ser eterno). ¡Qué bien lo ex­pli­ca con su vida aco­gien­do a quien es la Re­su­rrec­ción y la Vida!


5.   San Pe­dro Po­ve­da (1874-1936) in­ci­de en que creer en la Re­su­rrec­ción nos lle­va a con­fe­sar la fe que se pro­fe­sa y a ma­ni­fes­tar la cohe­ren­cia de la pro­pia vida con esa mis­ma fe has­ta de­rra­mar la san­gre. Esto hace él: «Creí por eso ha­blé. Es de­cir, mi creen­cia, mi fe no es va­ci­lan­te, es fir­me, in­que­bran­ta­ble, y por eso ha­blo» y asu­mo to­das las con­se­cuen­cias.

Con gran afec­to, os ben­di­ce,
+Car­los Card. Oso­ro Sie­rra,
Ar­zo­bis­po de Ma­drid


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