La Semana Santa es el centro del año litúrgico de la Iglesia. La liturgia
de estos días reproduce los acontecimientos de la pasión, muerte y resurrección
de Cristo y centra la atención en la persona de Jesús, que es el protagonista
central de lo que se conoce como historia de salvación. Todas las miradas
se centran en el Hijo de Dios que, levantado en la cruz sobre la tierra y
resucitado de entre los muertos, ha dividido la historia en un antes
y después de Cristo.
Para entender bien la Semana Santa hay que tener en cuenta que en
ella culmina una historia que Dios ha realizado a través de sucesivas
alianzas con el hombre, desde Adán hasta Cristo. Nada entenderíamos,
por ejemplo, del Jueves Santo si olvidamos el sacrificio del cordero
pascual que el pueblo judío realizaba año tras año para celebrar el fin
de la esclavitud de Egipto. La palabra pascua, que
proviene del griego, da nombre al mismo tiempo al cordero y a la fiesta
anual de la liberación.
Se nos escaparía
también, en la liturgia del Viernes Santo, el significado de la cruz
de Cristo, que revela, como dice san Pablo, que Dios no se reservó a su
Hijo, sino que nos lo entregó como prueba irrefutable de su amor. Según
dice Orígenes, lo que Dios no permitió a Abrahán —consumar el sacrificio
de Isaac— se lo permitió a los hombres en la muerte de Cristo. Por eso,
Isaac es presentado como figura de Jesús, que carga con el leño para el
sacrificio, sube al monte y se ofrece a sí mismo como sacrificio perfecto
que inaugura la alianza definitiva entre Dios y los hombres.
Finalmente,
la vigilia pascual, en la noche del sábado, con su rica simbología, sería
un conjunto de ritos sin sentido, si perdiéramos de vista que en esa
noche todo converge en la luz de la resurrección, que ilumina el sentido
de la vida de Cristo y de los hombres. En esa noche, al resucitar a su
Hijo, Dios realiza lo que la teología de Pablo y de la primitiva Iglesia
ha llamado «nueva creación». Nada es comparable con el hecho de la Resurrección,
que define la fe cristiana, por la sencilla razón de que el pecado y
la muerte son definitivamente vencidos. Por eso, resulta paradójico
que la celebración más importante de la fe reúna a tan pocos cristianos,
precisamente en la noche en que el último enemigo del hombre, la muerte,
es aniquilado. Nos falta, pues, mucho para entender la Gracia que Dios
nos ha dado en Cristo y que debería hacernos saltar de júbilo, llenar
las calles y plazas de las ciudades para cantar un Aleluya sin fin y contagiar
al mundo con la alegría del Resucitado.
El cristianismo
es una Pascua permanente, es decir, un paso de las tinieblas a la luz,
de la esclavitud a la libertad, de la tristeza al gozo, de la muerte a
la vida. El cristianismo es Cristo, crucificado y resucitado al mismo
tiempo, que nos libera de toda atadura, como dice Pablo: Para ser libres
nos libertó Cristo. La vida cristiana se caracteriza por la novedad
de la Resurrección, que introduce en las venas del mundo una sangre
nueva, gloriosa, que ilumina la cruz de forma inusitada. Porque la
cruz, instrumento ignominioso de tortura y muerte, pasa a ser árbol
de vida y de triunfo sobre la decrepitud, la corrupción y el sinsentido
de una existencia que parece abocada a la desaparición. La Iglesia
canta este triunfo con el solemne pregón pascual que invita, no sólo a
los cristianos sino al universo entero, a dar gracias a Dios porque la
luz ha brillado en la oscuridad de una noche, que no es sólo física
sino espiritual. Por eso los cristianos somos llamados por Cristo hijos
de la luz, porque nuestra vocación es iluminar el mundo con el Evangelio
de la gracia y vivir —sobre todo vivir— como testigos de la alegría que
tiene su fundamento en la acción de Dios.
+ César Franco
Obispo de Segovia
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