El hombre es un ser
social, lo que implica que, por una parte, tiene una personalidad propia, una
vocación y destino propio e intransferible, y, por otra, que esto lo debe
conseguir asociándose con los demás. Por eso las agrupaciones solidarias de
diverso tipo están presentes en todas las facetas de la historia humana: las
personas se unen para la defensa, para la cultura, para divertirse, para orar,
para conseguir un bienestar... Esta tendencia histórica, arraigada en la misma
naturaleza humana, es querida por Dios que quiere que los hombres se organicen
en función del bien común (cf. Rom 13,1-2).
Dios ha salido al
encuentro del hombre y le ha ofrecido asociarse con ellos en vistas a bienes
mayores. Liberó a los israelitas de Egipto y en el Sinaí le ofreció una
alianza, en virtud de la cual ellos serían su pueblo y él sería su Dios (Ex
19). Era un pacto entre desiguales: Dios ofrecía hacerlos su pueblo especial
del que cuidaría para que consiguieran plena felicidad y ellos se tenían que
comprometer a cumplir sus mandamientos. El pueblo aceptó y se convirtió en
pueblo de Dios. Pero esta alianza no funcionó, debido a la dureza de corazón
del pueblo, que desconfiaba de Dios,
daba culto a otros dioses y no respetaba los derechos del prójimo.
En este contexto tiene
lugar la promesa de la nueva Alianza anunciada por medio de Jeremías (primera
lectura). La promesa ofrece un diagnóstico de lo que sucede y promete remedios
adecuados: todo se debe a que tienen un corazón de piedra. En sentido estricto,
puesto que ellos han roto la alianza, Dios debería darla por terminada, pero su
amor le inspira otra solución, ofrecer otra mejor: dará al pueblo un corazón
nuevo, de carne, sensible a Dios y a los hombres; para ello escribirá en el
corazón humano, le perdonará los pecados y lo transformará divinizándolo,
haciéndolo partícipe de la naturaleza divina. Así será posible que viva sólo
para Dios, respete los derechos de sus compañeros y consiga los dones divinos.
Todo esto se realizó
mediante la obra de Jesús que se ofreció existencialmente en nombre de toda la
humanidad y consiguió para ella el nuevo corazón y la nueva Alianza (segunda
lectura), todo ello significado sacramentalmente en la Eucaristía. Él fue el
grano de trigo que muriendo crea la espiga que es el nuevo pueblo de Dios
(Evangelio).
En vísperas de la
celebración de la Pascua, la Iglesia nos invita a tomar conciencia, agradecer y
colaborar con el don del bautismo, en el que recibimos un corazón nuevo y nos
incorporó a la nueva Alianza, lo que implica pertenencia a Dios y
corresponsabilidad con el pueblo de Dios.
El corazón es el centro
de la vida: de él procede todo lo bueno y lo malo, lo que pensamos, deseamos y
hacemos (cf. Mc 7,21-23). Todo lo que deseamos y hacemos ha sido pensado
previamente en el corazón. En él actúa directamente Dios y es el punto en que
los miembros de la nueva Alianza se unen con Dios y entre ellos. En la nueva
Alianza Dios no actúa desde fuera imponiendo por la fuerza normas, como hacen
los poderes humanos, sino desde el interior, capacitando el corazón para actuar
por amor. Pero este don implica una tarea: cuidarlo, purificarlo y potenciarlo
con ayuda del Espíritu. Las obras manifiestan el tipo de corazón que tenemos.
Cuaresma es tiempo para analizarlo. Oh
Dios, crea en mí un corazón puro (salmo responsorial).
Formar parte de la nueva
alianza implica, por otra parte, ser conscientes de que somos miembros del
pueblo de la nueva Alianza, la Iglesia, en la que y por la que recibimos los
dones de Dios y caminamos a su encuentro. Hemos de agradecerlo y cooperar con
los hermanos de acuerdo con la tarea que Dios ha confiado a cada uno.
Jesús instituyó la
Eucaristía como sacramento de la nueva Alianza. En cada celebración la
actualizamos, la agradecemos, recibimos gracia para crecer en ella y renovamos
nuestro compromiso de fidelidad a Dios y a los hermanos.
Dr. Antonio Rodríguez
Carmona
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