Hoy es Sábado
Santo. Un día «santo» porque en él se trasluce el misterio último del amor
de Dios. No se trata de un amor cualquiera: es el amor definitivo del Dios
que espera con nosotros la feliz sobreabundancia eterna.
La caminata
temprana de las mujeres al sepulcro no fue inmediata; tampoco la carrera de los
discípulos hacia la tumba vacía. La muerte es una palabra lo suficientemente
rotunda como para dejarnos en silencio largo tiempo, aunque sea una palabra
penúltima. Se trata de un silencio que hemos de aprender a hospedar. Asimismo,
la pérdida es un golpe lo bastante desgarrador como para imponernos un duelo
prolongado, aunque sea un golpe penúltimo. Se trata de un duelo que hemos de
aprender a transitar. Sin el silencio y el duelo no es posible recobrar la
presencia del ausente. Hoy la liturgia calla para poder cantar mañana.
Cuando el amor
encara con hondura la muerte y el fracaso, no se pierde, se siembra. Al fin y
al cabo, el amor tiene vocación de eternidad y de fecundidad: de ahí que nos
quepa confiar en que el Amado volverá a pronunciar sobre la tumba su palabra
perenne y feraz. Ahora bien, ninguna semilla da fruto de repente: tampoco la
del amor, que ha de aquilatarse en el fuego de la paciencia y el cuidado. Hay
que llorar el amor. Hay que abrigar el amor. Hay que sufrir el amor. Hay que
arar el amor. Hay que recoger el amor. Hay que anhelar el amor. Hay que alentar
el amor… No se pasa de la noche cerrada al sol de mediodía sin resistir la
oscuridad, desear el alba y madurar la mañana.
Entonces, ¿hay
que esperar a Dios para que nos alcance la vida? Más bien al revés: Dios espera
con nosotros para que maduremos el amor. Por eso, la bondad definitiva de Dios
Padre, que resucita a su Hijo como sol que nace de lo alto, se adivina ya en la
neblina incierta del amanecer. Allí estamos los discípulos perdidos,
aguardando; allí también Él, aguardando con nosotros. La caridad divina no
conoce el hiato: no está ausente su misericordia ningún día de nuestra vida.
Porque el amor de Dios llena todas las horas: Él acoge el grano que cae en
tierra y muere al final de la tarde, lo nutre amorosamente durante la noche y
espera con nosotros su florecer feliz y sobreabundante en la plenitud del nuevo
día.
Dejemos hoy que
el amor de Dios llegue hasta nosotros en todo su misterio, que el Padre nos
diga a cada uno: «Espera en el Señor, ten ánimo, sé valiente. Espera en el
Señor». Y al acudir sin prisa a su sepulcro abierto, ¿hallaremos en Él nuestro
nuevo nacimiento?
Adrián
de Prado Postigo
No hay comentarios:
Publicar un comentario