martes, 13 de marzo de 2018

To­dos bus­ca­mos la fe­li­ci­dad






Nada hay más gran­de en la ex­pe­rien­cia hu­ma­na que te­ner la po­si­bi­li­dad y fa­cul­tad de ser fe­li­ces. To­dos bus­ca­mos la fe­li­ci­dad. Lo que nos pre­gun­ta­mos es sa­ber dón­de se en­cuen­tra este te­so­ro que tras­pa­sa el tiem­po y el es­pa­cio. Du­ran­te si­glos mu­chos fi­ló­so­fos, cien­tí­fi­cos y pen­sa­do­res han es­tu­dia­do a la hu­ma­ni­dad para de­ter­mi­nar el ori­gen de la fe­li­ci­dad. Con­cuer­dan ge­ne­ral­men­te que la fe­li­ci­dad está en con­tem­plar a Dios, no como obli­ga­ción sino como esen­cia de vida. Tal vez los mo­men­tos his­tó­ri­cos que pa­sa­mos nos ofre­cen fuen­tes apa­ren­tes e ilu­so­rias que no dan la fe­li­ci­dad por­que les fal­ta la esen­cia que da gus­to a la vida.

Si pre­gun­tá­ra­mos a San Fran­cis­co de Ja­vier cuál fue la fuen­te de su fe­li­ci­dad sin duda que nos res­pon­de­ría: “No bus­ques en las va­na­glo­rias de la vida la fe­li­ci­dad. No bus­ques en el pres­ti­gio la fe­li­ci­dad. No bus­ques en los ho­no­res la fe­li­ci­dad. No bus­ques en el po­der y el di­ne­ro la fe­li­ci­dad… Bús­ca­la más allá por­que si en todo sir­ves y amas encontrarás la fuen­te de la fe­li­ci­dad que es Je­su­cris­to”. Tal vez una de las an­gus­tias más fre­cuen­tes que se anidan en el co­ra­zón de la per­so­na de hoy: la de­silu­sión y la fa­ti­ga de vi­vir. Ante tal si­tua­ción la mi­ra­da ha de ser tan fir­me y va­lien­te como fue la de Fran­cis­co de Ja­vier. Se fió de Dios y no tuvo mie­do nin­guno por­que él se fió y dijo: “Se­ñor, tú tie­nes pa­la­bras de vida eter­na” (Sal 18, 8). Bus­ca­mos y que­re­mos en­con­trar lo que más se­gu­ri­dad nos dé. Lo te­ne­mos en nues­tras ma­nos y no nos ha­bía­mos dado cuen­ta: la Pa­la­bra de Dios.

Hoy nos he­mos acer­ca­do a Ja­vier, a esta gran ex­pla­na­da, para se­guir ha­cién­do­nos esta pre­gun­ta, me­jor di­cho que Al­guien nos pre­gun­ta: “¿Qué bus­cáis?” (Jn 1, 38). Es lo que hizo el Maes­tro con los dis­cí­pu­los. Tam­bién nos ocu­rre a no­so­tros cuan­do em­pren­de­mos o co­men­za­mos al­gún tra­ba­jo, cuan­do sen­ti­mos que den­tro de nues­tro in­te­rior se su­su­rra una lla­ma­da de Dios, cuan­do lle­va­mos tiem­po en una go­zo­sa ex­pec­ta­ti­va, cuan­do sien­do ma­yo­res nos ve­mos sin fuer­zas y las en­fer­me­da­des aflo­ran, cuan­do es­ta­mos aco­sa­dos por cir­cuns­tan­cias do­lo­ro­sas… sur­ge esta pre­gun­ta: “¿Qué bus­cáis? (Jn 1, 38). Re­cuer­do la ex­pe­rien­cia de un jo­ven que es­ta­ba dan­do vuel­tas y vuel­tas ante lo que le iba a de­pa­rar la vida, pero es­ta­ba in­tran­qui­lo por­que el pa­sa­do ya no lo po­día re­cu­pe­rar y el fu­tu­ro era in­cier­to. Sólo te­nía lo que le es­ta­ba su­ce­dien­do en el pre­sen­te. Y hubo una per­so­na que le dijo: “No te preo­cu­pes tan­to; pro­cu­ra vi­vir bien el pre­sen­te, el mo­men­to que es­tás vi­vien­do aho­ra. El pa­sa­do pon­lo en las ma­nos de Dios, el fu­tu­ro dile que -al no sa­ber lo que su­ce­de­rá- en Él con­fías. Y el pre­sen­te ví­ve­lo con la in­ten­si­dad de amor que Cris­to te su­gie­re como a los após­to­les: Ve­nid y ve­réis (Jn 1, 39)”.
El se­gui­mien­to a Je­su­cris­to no es una qui­me­ra, ni un fan­tas­ma­da, es una for­ma de vi­vir se­gu­ros por­que no es el pro­gra­ma que no­so­tros po­da­mos ha­cer sino la con­fian­za en Dios que tie­ne el me­jor se­cre­to y que nos ayu­da­rá para se­guir el ca­mino de la au­tén­ti­ca ver­dad y fe­li­ci­dad. Bas­ta que con­fie­mos en Él y cum­pla­mos su vo­lun­tad. No im­por­ta la vo­ca­ción, a la que te lla­me el Se­ñor, lo que im­por­ta es sa­ber cum­plir su de­seo y se­guir­le. “Por­que lo ne­cio de Dios es más sa­bio que los hom­bres, y lo dé­bil de Dios es más fuer­te que los hom­bres” (1Cor 1, 25). So­le­mos ten­der en bus­car sig­nos e in­ten­tar vi­vir y ba­sar la fe en lo que per­ci­ben nues­tros sen­ti­dos.
La ten­ta­ción de los ra­cio­na­lis­tas es que bus­can ra­zo­nes y se con­si­de­ran ár­bi­tros de la ver­dad y ven como ne­ce­dad lo que no se basa en de­mos­tra­ción irre­fu­ta­ble. “Para el mun­do, es de­cir, para los pru­den­tes del mun­do su sa­bi­du­ría se hizo ce­gue­ra; no pu­die­ron por ella co­no­cer a Dios (…). Por tan­to, como el mun­do se en­so­ber­be­cía en la va­ni­dad de sus dog­mas, el Se­ñor es­ta­ble­ció la fe de los que ha­bían de sal­var­se pre­ci­sa­men­te en lo que apa­re­ce in­digno y ne­cio, para que, fa­llan­do to­das las pre­sun­cio­nes hu­ma­nas, sólo la gra­cia de Dios re­ve­la­ra lo que la in­te­li­gen­cia hu­ma­na no pue­de com­prehen­der” (San León Magno, Sermón 5 De Na­ti­vi­ta­te). No cabe duda que cuan­do ha­bla­mos de cruz a nues­tro al­re­de­dor se pro­du­ce un mur­mu­llo o un si­len­cio pues­to que no se quie­re oír esa pa­la­bra; no in­tere­sa, por­que lo apa­ren­te­men­te pla­cen­te­ro agra­da mu­cho más. De to­das for­mas San Pa­blo nos lo ha di­cho con mu­cha cla­ri­dad: “No­so­tros en cam­bio pre­di­ca­mos a Cris­to cru­ci­fi­ca­do, es­cán­da­lo para los ju­díos, ne­ce­dad para los gen­ti­les; pero para los lla­ma­dos, ju­díos y grie­gos, pre­di­ca­mos a Cris­to, fuer­za de Dios y sa­bi­du­ría de Dios” (1Cor 1, 22-24). Lo au­tén­ti­co y vá­li­do no vie­ne de la ex­pe­rien­cia a se­cas, sino que vie­ne de­fi­ni­do pues­to que na­die, fue­ra Cris­to, lo pue­de ha­cer me­jor: el su­fri­mien­to que se ofre­ce por amor, se ali­via; así lo vi­vió Él y nos hace par­tí­ci­pes de su pro­pia vida sólo y ex­clu­si­va­men­te por amor y para sal­var­nos.
2.- En el evan­ge­lio que he­mos es­cu­cha­do, el Se­ñor pone la mi­ra­da en el Tem­plo que ha de ser un re­cin­to sa­gra­do y que sólo tie­ne una fi­na­li­dad: ado­rar a Dios. Los ar­tis­tas al pla­ni­fi­car y cons­truir un tem­plo han en­con­tra­do siem­pre, se­gún las épo­cas, po­ner el acen­to en al­gún atri­bu­to de Dios o han ido po­nien­do paso a paso las mo­ti­va­cio­nes de la fe que el pue­blo de Dios pro­fe­sa­ba. Con el tiem­po esas be­llas for­mas del arte -tan pro­pias de su tiem­po- se pue­den con­ver­tir en la úni­ca apre­cia­ción del vi­si­tan­te y nos ocu­rre, como a los que es­ta­ban uti­li­zan­do los re­cin­tos del tem­plo, que se ol­vi­da­ban de lo fun­da­men­tal: Dar Glo­ria a Dios y ado­rar­lo. De modo es­pe­cial Je­su­cris­to les ad­vier­te que el Tem­plo se pue­de des­truir, como ha­bía su­ce­di­do, pero que Él al ser el Tem­plo Vivo na­die lo po­drá des­truir pues­to que todo ven­drá re­cons­trui­do por­que ha re­su­ci­ta­do.
¿Que­réis ser fe­li­ces? ¿Que­réis cons­truir vues­tra vida so­bre ci­mien­tos que na­die po­drá des­truir? ¿Que­réis dar sen­ti­do a vues­tra vo­ca­ción? ¿Que­réis ser tes­ti­gos del me­jor men­sa­je que la so­cie­dad ne­ce­si­ta? ¿Que­réis dar sen­ti­do a vues­tra vida y a la vida de los que os ro­dean? ¿Que­réis vi­vir con gozo lo que te su­ce­de hoy y en este mo­men­to?… No lo ol­vi­des, la res­pues­ta la en­con­tra­rás en Je­su­cris­to. Imi­te­mos a San Fran­cis­co de Ja­vier que se fió sólo de la Pa­la­bra de Dios y se en­tre­gó -sin me­di­da- a vi­vir­la. Se lo pe­di­mos hoy. ¡Por eso ha­béis ve­ni­do! Y aho­ra en Cua­res­ma ha­ced una bue­na Con­fe­sión Sa­cra­men­tal para que en la Pas­cua aco­ja­mos al Re­su­ci­ta­do con la ale­gría que ella nos da. La Vir­gen Ma­ría que supo ser hu­mil­de nos en­se­ñe a mi­rar la vida no con nues­tros ojos sino con los ojos de su Hijo Je­su­cris­to.
+ Fran­cis­co Pé­rez
Ar­zo­bis­po de Pam­plo­na y Obis­po de Tu­de­la



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