¡Quién no ha participado, cuando era niño,
en algún juego colectivo! Antes de comenzar se recordaban las reglas.
Si el juego transcurría sin incidentes nadie hacía mención de ellas.
En cambio, cuando alguien se las saltaba, dependiendo de la gravedad
de la infracción, el jugador era penalizado o incluso expulsado.
Lo mismo sucede en nuestra vida personal, familiar, profesional o social.
A ver si al final tenía razón mi abuela: que robar, matar, tontear
con la mujer del amigo, calumniar, ningunear a tus padres… no traía nada
bueno! Cuenta la Escritura, a la que ingenuamente tachamos a veces
de arcaica y retrógrada, que la primera tentación del ser humano fue
eliminar a Dios de su vida, silenciarlo, ignorarlo, ridiculizarlo,
ningunearlo… en definitiva, para poder suplantarlo y constituirse
cada uno en el dios de un ‘Olimpo’ fabricado a su medida. Lo que nunca
imaginaron es que podrían matar a Dios pero jamás acallar su voz que seguiría
resonando, cuando menos lo esperasen, en el interior
de sus conciencias.
El ordenamiento
legal del mundo, esto es, las reglas de juego (diez mandamientos) que
Dios confió a Moisés, visibilizaban y cristalizaban la relación de
amor (alianza) que Dios había establecido con su pueblo para que nadie
se «perdiese» y participasen eternamente de su gloria. Se trataba
de un código con los principios fundamentales y eternos que llenaban
de descanso el alma de cualquier ser humano. Los tres primeros hacían referencia
a las relaciones de cada persona con Dios: Él será tu único Dios (no hay
posible rival); «con su nombre no se juega»; y te regalarás un día de
descanso para disfrutar de Él. Los siete restantes hacen referencia
a las relaciones de cada persona con sus semejantes: el respeto a los
padres, a la vida (amordazada hoy impunemente y que, a buen seguro,
la historia juzgará más adelante), a la relación hombre-mujer, a los
bienes y a la fama. ¡A ver si después de los años mil, como reza nuestro refrán,
las aguas vuelven por donde solían ir! ¡A ver si lo más humanizador y liberador
sigue siendo la ley de Dios! Lo más triste que puede ocurrirnos es que
quienes han sido elegidos como ‘árbitros’, esto es, como garantes de la
legalidad, se la salten o impongan su propia normativa, a veces injusta.
Jesús vuelve
a descolocarnos en el evangelio de este domingo. Sorprende su enfado
morrocotudo con los judíos en el Templo. Sus paisanos no habían entendido
nada. Jesús, refiriéndose al ‘templo de su cuerpo’, instaura un modo
nuevo de relacionarse con Dios: «en espíritu y en verdad». A partir
de ahora el pueblo fiel puede no sólo entrar en comunión con el misterio
de la divinidad sino participar en su propia vida. Con la venida del
Reino de Dios Jesús instaura la nueva alianza y el nuevo culto que Jeremías
anunció: «Haré con la casa de Israel y la casa de Judá una alianza nueva:
Meteré mi ley en su pecho, la escribiré en sus corazones. Yo seré su
Dios y ellos serán mi pueblo”. Sin minusvalorar las múltiples formas
religiosas y litúrgicas, hay que dar la primacía al espíritu, a la
fe y al corazón. Y, sobre todo, llevar el culto a la vida y la vida al culto,
asumiendo la dimensión religiosa de nuestra existencia personal, familiar,
laboral y social.
Hay quienes
identifican la práctica religiosa con participar en el culto cada
semana o cada día, o bien tan sólo acudiendo a la celebración de bautizos,
primeras comuniones, bodas y funerales. Otros cifran su religiosidad
en ser cofrade, en llevar encima objetos piadosos o tenerlos en
casa. Finalmente otros se creen ya religiosos por tener sentimientos
de respeto a lo sagrado o conocimientos de la religión. Todo esto tiene
relación con la religiosidad pero, según Jesús, no constituye
el culto verdadero.
El culto verdadero
es nuestra respuesta de fe a la revelación de Dios. Y tiene dos direcciones:
una vertical que va de Dios al hombre y viceversa, y otra horizontal,
que pasa del creyente y de la comunidad cultual a los demás hombres.
Por eso, el culto completo, en espíritu y en verdad, es la religión de
la vida entera vivida con fidelidad a la voluntad de Dios y en solidaridad
con nuestros hermanos más débiles y necesitados.
Cristo Jesús
es nuestro modelo. Él fue el gran adorador del Padre en espíritu y en
verdad con su oración, con su predicación, con su testimonio, con sus
obras y, sobre todo, con su pasión y muerte para la liberación humana.
Él es el gran sacerdote y la víctima de la nueva alianza y del nuevo culto.
Con mi afecto y bendición,
+ Ángel Pérez Pueyo
Obispo de Barbastro-Monzón
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