Acompañado de
sus discípulos, Jesús sube por primera vez a Jerusalén para celebrar las
fiestas de Pascua. Al asomarse al recinto que rodea el Templo, se encuentra con
un espectáculo inesperado. Vendedores de bueyes, ovejas y palomas ofreciendo a
los peregrinos los animales que necesitan para sacrificarlos en honor a Dios.
Cambistas instalados en sus mesas traficando con el cambio de monedas paganas
por la única moneda oficial aceptada por los sacerdotes.
Jesús se llena
de indignación. El narrador describe su reacción de manera muy gráfica: con un
látigo saca del recinto sagrado a los animales, vuelca las mesas de los
cambistas echando por tierra sus monedas, grita: «No convirtáis en un mercado
la casa de mi Padre».
Jesús se siente
como un extraño en aquel lugar. Lo que ven sus ojos nada tiene que ver con el
verdadero culto a su Padre. La religión del Templo se ha convertido en un
negocio donde los sacerdotes buscan buenos ingresos, y donde los peregrinos
tratan de "comprar" a Dios con sus ofrendas. Jesús recuerda
seguramente unas palabras del profeta Oseas que repetirá más de una vez a lo
largo de su vida: «Así dice Dios: Yo quiero amor y no sacrificios».
Aquel Templo no
es la casa de un Dios Padre en la que todos se acogen mutuamente como hermanos
y hermanas. Jesús no puede ver allí esa "familia de Dios" que quiere
ir formando con sus seguidores. Aquello no es sino un mercado donde cada uno
busca su negocio.
No pensemos que
Jesús está condenando una religión primitiva, poco evolucionada. Su crítica es más
profunda. Dios no puede ser el protector y encubridor de una religión tejida de
intereses y egoísmos. Dios es un Padre al que solo se puede dar culto
trabajando por una comunidad humana más solidaria y fraterna.
Casi sin darnos
cuenta, todos nos podemos convertir hoy en "vendedores y cambistas"
que no saben vivir sino buscando solo su propio interés. Estamos convirtiendo
el mundo en un gran mercado donde todo se compra y se vende, y corremos el
riesgo de vivir incluso la relación con el Misterio de Dios de manera
mercantil.
Hemos de hacer
de nuestras comunidades cristianas un espacio donde todos nos podamos sentir en
la «casa del Padre». Una casa acogedora y cálida donde a nadie se le cierran
las puertas, donde a nadie se excluye ni discrimina. Una casa donde aprendemos
a escuchar el sufrimiento de los hijos más desvalidos de Dios y no solo nuestro
propio interés. Una casa donde podemos invocar a Dios como Padre porque nos
sentimos sus hijos y buscamos vivir como hermanos.
(Ed. Buenas
Noticias)
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