Cuando Jesús expulsa a los comerciantes y cambistas de monedas
del templo de Jerusalén, las autoridades religiosas le preguntan
sobre la «autoridad» para actuar así. No critican el hecho, pues era un
gesto profético laudable, sino que le piden explicaciones sobre su
autoridad para hacerlo, dado que sólo el Mesías podía realizar la purificación.
Jesús responde con unas palabras enigmáticas: «Destruid este templo y
en tres días lo levantaré». Sus oponentes interpretaron literalmente
estas palabras y se mofaron de él pues el templo había tardado cuarenta
y seis años en construirse. Pero Jesús, como apostilla el evangelista,
se refería al templo de su cuerpo, aludiendo claramente al misterio
de su muerte y resurrección al tercer día. Por eso los apóstoles sólo entendieron
esta enigmática respuesta de Cristo cuando resucitó de entre los muertos.
Lo más interesante
de esta escena, sin dejar de lado el hecho, es la cita de la Escritura
que acompaña al gesto de Jesús. Dice el evangelio de Juan que, al purificar
el templo, los discípulos se acordaron de que estaba escrito: «el
celo de tu casa me devora». ¿Qué quieren decir estas palabras». Al purificar
el templo, Jesús predispuso a sus enemigos para que acabaran por él: el
acto de la purificación, signo de que Cristo venía a establecer un culto
nuevo basado en el templo de su cuerpo, aceleró la sentencia de muerte.
Este es el significado último de las palabras de la Escritura: Cristo
ha sido devorado por haber mostrado el celo por la casa de Dios. Con
otras palabras: la autoridad de Cristo reside precisamente en que
por hacer el bien y santificar a los hombres ha sido entregado a la
muerte, que era su destino.
Si lo pensamos
bien, Jesús viene a decir algo semejante a lo que afirma en la última
cena: «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos».
El Papa Francisco repite con frecuencia que hoy nos falta generosidad
y celo para emprender con audacia la reforma de las instituciones de
la Iglesia. Nos falta valentía para purificar tantas y tantas realidades
que adormecen bajo la rutina, el desánimo y la falta de espíritu. Falta
«autoridad», en el sentido más pleno del término, a saber, la potestad
que nace del ser mismo de quien hace crecer a los que le son confiados. La
Iglesia sólo se reforma con la autoridad de Cristo, que es su capacidad
de amar y de dejarse devorar por el celo de salvar a los hombres. En
realidad, la autoridad sólo puede ejercerse desde el amor, desde la entrega
de sí hasta dar la vida. Por eso cuando Jesús tiene que dar la razón de su
actuar se remite al hecho de su muerte y resurrección. Sólo quien es capaz
de dar su vida por los que ama, puede permitirse la purificación del
templo de Jerusalén y mostrar así que ha venido a establecer un nuevo
camino en la relación del hombre con Dios. Es la autoridad del pastor
que da la vida por sus ovejas, la del buen samaritano que desciende de su
cabalgadura para sanar las heridas de quien yace herido, la del Mesías
que purifica el templo con su propia sangre.
+ César Franco
Obispo de Segovia
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