Cuando rezo el cuarto misterio del
Rosario, siempre me viene a la mente las palabras “agotamiento” y “extenuación”.
Porque así es cómo tenía que estar Jesús, agotado y extenuado, después de tanto
maltrato, agravio y vejación en los distintas etapas de su pasión: el Getsemaní, el traslado desde
aquí a casa de Caifás, el proceso religioso ante el sanedrín, después el
proceso civil ante Pilatos con los correspondientes azotes y coronación de
espinas; sin olvidar el agotamiento moral por el abandono de los suyos, la
derrota en la elección entre Él y Barrabás y la exposición ante la turba
borracha de ansia de sangre.
En esas largas horas sin descanso ni
alimento y salvajemente golpeado y herido tuvo que perder mucha sangre, lo que
le llevaría a un gran desfallecimiento e hipoglucemia. En estas condiciones
ponen sobre sus hombros una pesada y tosca cruz, con los nudos de la madera sin
pulir. Su peso y el roce en sus hombros en carne viva le producirían un
insoportable malestar al principio que se transformaría en inaguantable dolor
en breves instantes. Cada golpe producido por el arrastre de la cola del madero,
que une el cielo con la tierra, por el empedrado e irregular camino empinado
repercutiría en otro golpe sobre sus descarnados huesos y este transmitiría una
descarga dolorosa sobre sus sienes perforadas por la corona de espinas. Sus
debilitadas piernas no pueden soportar ni su propio peso, cuánto menos el de la
enorme y grosera cruz. Va dando bandazos por el estrecho pasillo que forman las
hileras de vociferantes energúmenos humanos
a ambos lados del camino, los gritos ensordecedores e ininteligibles por
causa de la propia mezcla de los ladridos humanos y por su deteriorado estado físico le producen una sensación de
desfallecimiento, pero no solo sensación, sino realidad. No ve con claridad los
rostros humanos que a sus ojos ensangrentados se les asemejan más a figuras
dantescas. Va perdiendo la estabilidad y el sentido, ya ni se da cuenta que en
cualquier momento caerá. Por fin cae… una,
dos, tres… y seguro que muchas más veces. Se ha convertido en una piltrafa
humana, mira y no ve; oye, pero no escucha. Pero sí mantiene su energía moral,
su pundonor no debe decaer para que las pocas miradas piadosas, entre ellas la
de su madre, no tengan la sensación de derrota, humanamente es un trance malo,
pero hay que seguir adelante.
Y si los dolores físicos no fueran
suficientes, arrastra y arrostra también los morales: los suyos le han
abandonado, recuerda a Judas, la negación de Pedro, ahora se han convertido en
abucheos los vítores y “hosannas” del domingo anterior. También tiene que ser
demoledor el encuentro esporádico con algún rostro amigo reconocido; Él, en su
estado, tiene que insuflarle fortaleza y cambiarle el aparente fracaso por esperanza,
con su mirada tiene que decirle mantente, esto es solo el último paso, ya mismo
estamos en la etapa definitiva y victoriosa.
También agotará y extenuará su
espíritu el contemplar su mente el aparente fracaso a causa de los pecados
posteriores de todos nosotros, sus seguidores, los que nos decimos sus amigos.
Física y moralmente cualquier ser humano hubiera abandonado, habría sucumbido
ante la tozudez de los hechos; ganas no le faltaron… Padre mío, si es posible que pase de mí este cáliz, sin embargo todo lo aceptó porque yo soy un pecador.
Pedro José Martínez Caparrós
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