El Ciclo Pascual comprende dos etapas importantes en
la liturgia. La primera es el tiempo de Cuaresma. Comienza el miércoles de
Ceniza y termina antes de la misa vespertina de la Cena del Señor el Jueves
Santo. Este tiempo abarca cinco domingos al que se añade el Domingo de Ramos,
que es el pórtico de las celebraciones de la Semana Grande de los cristianos.
La segunda etapa es la del Tiempo Pascual, que
comprende el Triduo Pascual (Jueves Santo, Viernes Santo y Sábado de Gloria) al
que le siguen los demás domingos pascuales y termina el Domingo de Pentecostés.
Esta segunda etapa consta de siete domingos con la añadidura “de Pascua”.
Popularmente la conocemos con la denominación de
Semana Santa. Es el nombre que damos los seguidores de Jesús de Nazaret a los días
que preceden a la fiesta de Pascua. En ellos conmemoramos los últimos
acontecimientos de la vida del Señor.
El domingo de Ramos nos sitúa en la entrada triunfal
que le ofrecieron en Jerusalén. Jesús se presenta como había sido anunciado por
los profetas. Aparece como un Rey humilde que adopta la figura del Siervo. La
muchedumbre lo aclamaba con una explosión de vitalidad y alegría, ¿Qué nos
queda de todo esto? Quizás el elemento folclórico de la bendición del ramo o de
la palma que compramos o que nos entregan y que, cada vez menos, se colocan en
las ventanas y balcones de las casas; los crucifijos o las tumbas, como símbolo
de nuestro seguimiento y como signo esperanzador de que la Vida surgirá
precisamente del tronco cortado y seco, sin olvidar que ese mismo día leemos el
relato de la Pasión, que nos sitúa en la figura del Cristo sufriente al que
acompañaremos a lo largo de la semana. Los tres primeros días, lunes, martes y
miércoles, nos colocan también bajo la perspectiva de este Cristo sufriente.
El Jueves Santo celebramos la Cena del Señor, su
agonía en Getsemaní, el prendimiento, el abandono de los Doce que habían sido
elegidos por Él y al final del día nos reunimos en tomo al Monumento para orar
y adorar al Señor que será juzgado sin juicio y crucificado.
El Viernes Santo es un día vacío de celebraciones en
el que los cristianos pidieron revivir de alguna forma el acontecimiento de la
Pasión y reflexionar sobre el misterio de la cruz que solamente podemos
comprenderlo a la luz de la resurrección de Jesús porque es la victoria del
amor y la esperanza en la Resurrección. El color rojo del martirio que
empleamos en la liturgia nos habla de una vida entregada por amor para salvamos
a todos. No hay eucaristía, pero podemos participar del sacramento, reservado
desde el día anterior.
El camino de la cruz lo recorremos simbólicamente con
el Vía Crucis (según una tradición muy antigua algunos añaden la estación de la
resurrección) o con la procesión de los pasos por nuestras calles toda un libro
abierto y una catequesis plástica que nos permite participar activamente en la
Pasión del Señor. Es una jornada que nos desconcierta viendo “maldito al que
cuelga de un madero” al que “pasó haciendo el bien” por todas partes. El
silencio es la mejor postura que podemos adoptar. María de Nazaret espera que
le acompañemos en su soledad.
El Sábado Santo rompe nuestros esquemas. La tumba
vacía y Cristo vivo encontrándose, restaurando, recuperando y reuniendo a la
comunidad que le había abandonado los días precedentes. La noche no es el final
del camino. Jesús-Luz brilla con luz propia. Su encuentro y su Paso (Pascua) iluminan
la vida del creyente para que el sinsentido tenga salida hacia delante. Los
primeros cristianos necesitaron tiempo para asimilar que Dios resucitara a Jesús.
Pentecostés se celebró a partir del S. VI dando a entender que Cristo no
abandona a los suyos ya que la fuerza de su Espíritu les acompaña en todo
momento y circunstancia. Esta fiesta la celebramos en primavera, un tiempo
lleno de luz y cargado de naturaleza que se abre a la vida con toda su fuerza y
vitalidad juvenil. Esta fiesta nos invita a continuar la obra de Jesús, un
Jesús que no está muerto, sino vivo y que sigue siendo molesto a muchas
ciudadanos de nuestro mundo.
Miguel Ángel Alcalde
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