Venid todos, celebremos a Aquél que fue crucificado
por nosotros. María le vio atado en la Cruz: «Bien puedes ser
puesto en Cruz y sufrir—le dijo Ella—; pero no por eso eres menos
Hijo mío y Dios mío». Como una oveja que ve a su pequeño arrastrado
al matadero, así María le seguía, rota de dolor. Como las otras mujeres,
Ella iba llorando: « ¿Dónde vas Tú, Hijo mío? ¿Por qué esta marcha
tan rápida? ¿Acaso hay en Caná alguna otra boda, para que te apresures
a convertir el agua en vino? ¿Te seguiré yo, Niño mío? ¿O es mejor que te
espere? Dime una palabra, Tú que eres la Palabra; no me dejes así, en
silencio, oh Tú, que me has guardado pura, Hijo mío y Dios mío». «Yo
no pensaba, Hijo de mi alma, verte un día como estás: no lo habría creído
nunca, aun cuando veía a los impíos tender sus manos hacia Ti. Pero sus
niños tienen aún en los labios el clamor: ¡Hosanna!, ¡seas bendito! Las palmas
del camino muestran todavía el entusiasmo con que te aclamaban.
¿Por qué, cómo ha sucedido este cambio? Oh, es
necesario que yo lo sepa. ¿Cómo puede suceder que claven en una Cruz a mi
Hijo y a mi Dios?». «Oh Tú, Hijo de mis entrañas: vas hacia una muerte
injusta, y nadie se compadece de Ti. ¿No te decía Pedro: aunque sea necesario
morir nunca te negaré? Él también te ha abandonado. Y Tomás exclamaba:
muramos todos contigo. Y los otros, apóstoles y discípulos, los que deben
juzgar a las doce tribus, ¿dónde están ahora? No está aquí ninguno; pero
Tú, Hijo mío, mueres en soledad por todos. Abandonado. Sin embargo, eres
Tú quién les ha salvado; Tú has satisfecho por todos ellos, Hijo mío y
Dios mío». Así es como María, llena de tristeza y anonadada de
dolor, gemía y lloraba. Entonces su Hijo, volviéndose hacia Ella, le habló de
esta manera: «Madre, ¿por qué lloras? ¿Por qué, cómo las otras mujeres,
estás abrumada? ¿Cómo quieres que salve a Adán, si Yo no sufro, si Yo no muero?
¿Cómo serán llamados de nuevo a la Vida los que están retenidos en los
infiernos, si no hago morada en el sepulcro? Por eso estoy crucificado, Tú
lo sabes; por esto es por lo que Yo muero».
«¿Por qué, lloras, Madre? Di más bien, en tus
lágrimas: es por amor por lo que muere mi Hijo y mi Dios».
«Procura no encontrar amargo este día en el que voy a
sufrir: para esto es para lo que Yo, que soy la dulzura misma, he
bajado del cielo como el maná; no sobre el Sinaí, sino a tu seno, pues
en él me he recogido. Según el oráculo de David: esta montaña recogida
soy Yo; lo sabe Sión, la ciudad santa. Yo, que siendo el Verbo, en ti me
hice carne. En esta carne sufro y en esta carne muero. Madre, no llores
más; di solamente: si Él sufre, es porque lo ha querido, Hijo mío y Dios
mío». Respondió Ella: «Tú quieres, Hijo mío, secar las lágrimas de
mis ojos. Sólo mi Corazón está turbado. No puedes imponer silencio
a mis pensamientos. Hijo de mis entrañas, Tú me dices: si Yo
no sufro, no hay salvación para Adán... Y, sin embargo, Tú has sanado
a tantos sin padecer. Para curar al leproso te fue suficiente querer sin
sufrir. Tú sanaste la enfermedad del paralítico, sin el menor esfuerzo.
También hiciste ver al ciego con una sola palabra, sin sentir nada por
esto, oh la misma Bondad, Hijo mío y Dios mío». El que conoce todas
las cosas, aun antes de que existan, respondió a María: «Tranquilízate,
Madre: después de mi salida del sepulcro, tú serás la primera en verme; Yo
te enseñaré de qué abismo de tinieblas he sido librado, y cuánto ha
costado. Mis amigos lo sabrán: porque Yo llevaré la prueba inscrita en
mis manos. Entonces, Madre, contemplarás a Eva vuelta a la Vida,
y exclamarás con júbilo: Son mis padres!, y Tú les has salvado,
Hijo mío y Dios mío».
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