El hombre, en su andar
errabundo por la vida, comete actos que ni él mismo, cuando recapacita, cree
haber sido capaz de ello; se dice: ¡Cómo habré sido capaz de perder de esa
forma los nervios!… o: no me reconozco en lo que dije…
Y siempre encontrará
una disculpa para justificar lo injustificable. “estaba nervioso, me hicieron
una injusticia…”.
Pablo lo entendió muy
bien cuando dice: “… Realmente mi
proceder no lo comprendo: Pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que
aborrezco…” (Rom 7,15)
Pero la realidad es que
hay algo impreso en nuestro interior que nos delata, aunque no queramos: la
conciencia. El Señor, al crear al hombre, deja su Huella en él, como el alfarero
deja su dactilar en el barro que amasa. Podríamos decir, que, al amasar nuestro
“barro”, deja la impronta de su Ser: es lo que llamamos conciencia, que se rige
por los conocimientos de la Ley Natural. Y ésta, queramos o no, en lo más
íntimo de nuestra alma, nos delata. Dice
san Agustín que Dios, que habita en el interior de nosotros mismos, es
“interior íntimo meo”, lo más íntimo de nuestro propio ser. Él buscaba a
Dios en las criaturas, torpemente, en su belleza, fuera del Creador, hasta que
el Señor se le reveló; “…yo te buscaba
fuera, y Tú estabas dentro…”, comentará en su libro de “Las confesiones”.
Es lo que el salmista
dice: “…mientras callé se consumían mis
huesos, rugiendo todo el día, porque día y noche tu Mano pesaba sobre mí; mi
savia se había vuelto un fruto seco…” (Sal 31)
Nuestra savia se había
vuelto un fruto seco. Nos lo recordará Isaías: “…Una viña tenía mi amigo en un fértil otero. La cavó y la despedregó,
y la plantó de cepa exquisita. Edificó una torre en medio de ella y cavó
un lagar. Y esperó que diese uvas, pero dio agraces…” (Is 5, 1 y ss)
(Tomás Cremades)
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