La revelación que Dios realiza a los sencillos por
medio de Jesucristo no discurre de modo llamativo y extraordinario: no consiste
en tremendos acontecimientos cósmicos, ni se transmite mediante visiones y
apariciones reservadas a unos pocos. Al contrario, las vías que nos comunican
la sabiduría de Dios son también sencillas y están al alcance de todos. El
medio más común y habitual de comunicación entre los hombres es la palabra, y
Dios se nos manifiesta como Palabra, y una palabra encarnada, es decir, “traducida”
al lenguaje humano, de manera que la podamos entender y acoger. Es Palabra de
Dios, pero también es palabra humana, cercana y accesible: es el mismo Cristo
Jesús. Suele decirse que el cristianismo es, junto con el judaísmo y el islam,
una de las religiones del libro, pero es más exacto afirmar que la fe cristiana
es la religión de la Palabra: una Palabra viva y eficaz (cf. Hb 4, 12), que,
como la lluvia que empapa la tierra, la fecunda y produce vida, actúa y da
frutos en quien la escucha y acepta.
Pero la fuerza y eficacia de la Palabra depende
también de aquellos a los que se dirige. No es una palabra de ordeno y mando,
ni se impone por la fuerza o las amenazas, sino que apela con respeto a nuestra
libertad, invita y llama a establecer un diálogo. Así como la lluvia da frutos
si encuentra una tierra bien dispuesta, la Palabra que Dios nos dirige necesita
de una respuesta adecuada por parte del hombre.
Jesús compara a la Palabra (que es su propia persona y
su misión, realizada en palabras y obras) con una semilla que se arroja a la
tierra y encuentra distintas respuestas. Por ello, el objeto principal de la
parábola son las distintas actitudes con las que se puede recibir esta semilla
llamada a fructificar. Jesús divide a los hombres en cuatro grupos, dependiendo
de su actitud ante la Palabra: el rechazo frontal, la acogida superficial que
impide que la semilla eche raíces, la acogida sincera, pero que tiene que
rivalizar con otras preocupaciones que acaban teniendo toda la prioridad, y,
finalmente, la buena tierra, en la que la Palabra muestra toda su fecundidad.
Si se tiene en cuenta que en aquel tiempo se consideraba el siete por ciento
una buena cosecha, se entiende hasta qué punto Jesús, al hablar del treinta, el
sesenta y el cien por cien, subraya la extraordinaria eficacia de esta semilla
lanzada por Dios al mundo cuando encuentra aceptación sincera. Con esta
parábola Jesucristo responde al desánimo de los discípulos, que tienen la
sensación de que el anuncio del Reino de Dios no acaba de prender y avanza con
demasiada lentitud. La parábola del sembrador, como otras parábolas agrícolas
de Jesús, es una llamada a la esperanza y a la confianza. Pero también a la
responsabilidad. Dios hace su parte sin escatimar nada, pero si el Reino de
Dios parece no hacerse presente, al menos suficientemente, tenemos que
examinarnos y comprobar hasta qué punto hacemos nuestra parte, si no será que
con nuestras actitudes personales estamos haciendo estéril la rica semilla de
la Palabra.
Es importante atender al escenario en el que Mateo
sitúa esta y otras parábolas sobre el Reino de Dios. Jesús habla a la multitud
que está de pie en la orilla, mientras él está sentado en la barca a una
pequeña distancia; se dirige a todos sin distinción, sabiendo que posiblemente
muchos de los que le oyen no están en disposición de acoger hasta el final sus
palabras: oyen sin entender, miran si ver, porque no están dispuestos a la
conversión. De hecho, esta falta de comprensión de las parábolas y, en
consecuencia, de la cercanía del Reino de Dios, nos afecta a todos de un modo u
otro. Es necesario que, acuciados por esa falta de comprensión, nos lancemos al
agua, nos mojemos y nos acerquemos a Jesús para preguntarle por el sentido de
sus palabras.
El evangelio de hoy puede leerse en su versión breve,
que reproduce escuetamente la parábola del sembrador, o en su versión larga,
que incluye la pregunta de los discípulos y la explicación detallada por parte
de Jesús. De hecho, las dos versiones son procedentes. La más breve puede
suscitar en nosotros el deseo de una comprensión en profundidad, y provocar el
que salgamos de la multitud que se mantiene de pie a una cierta distancia, que
nos mojemos para acerquemos a Jesús y, entrando en la barca en la que se
sienta, le expongamos nuestras dudas. Es ese movimiento de acercarnos, mojarnos
y preguntar lo que nos convierte en discípulos. Y la explicación de Jesús nos
puede ayudar a comprender que no sólo existen cuatro grupos de personas que
reaccionan de manera distinta ante la predicación de Jesús, sino que esas
cuatro actitudes son como territorios que conviven de un modo u otro en cada
uno de nosotros.
El borde del camino, el rechazo frontal de la Palabra,
indica que, aunque nos consideremos creyentes, pueden existir en nosotros
“territorios paganos”, sin evangelizar, impermeables al evangelio. En esos
aspectos de nuestra vida, sencillamente, no estamos en camino, sino al margen
del mismo. Pueden ser actitudes antievangélicas de odio, de rencor o
resentimiento, de falta de perdón expresamente afirmada hacia ciertas personas
o grupos, o bien costumbres y aficiones que contradicen abiertamente las
exigencias de la fe y no se dejan interpelar por ella. Más frecuente es el
terreno pedregoso, la superficialidad que impide que la Palabra eche raíces en
nuestra vida. No es raro que la aceptación de la fe se haga por motivos
demasiado coyunturales: la nacionalidad, el contexto cultural, la presión
social. Si no se llega a asumir personalmente y en profundidad, la semilla se
encontrará en terreno pedregoso, sin posibilidad de dar frutos. En estos casos
la fe depende demasiado del estado de ánimo o del entorno social favorable o
contrario. Falta constancia, perseverancia para profundizar y, en consecuencia,
fidelidad.
En muchas personas sinceramente creyentes, incluso
consagradas a Dios, es fácil encontrar el terreno en el que crecen las zarzas.
Aunque aquí hay una acogida consciente y personal de la Palabra, dominan en la
vida urgencias que impiden prestar atención a lo más importante. Pueden ser
preocupaciones mundanas, como el éxito o la riqueza, que nos roban el corazón
para lo esencial; pero también podemos ocuparnos de cosas muy buenas y santas,
como la atención a los demás, el trabajo apostólico, el servicio de la Iglesia,
pero que no nos dejan tiempo para la oración y la escucha en profundidad de la
Palabra. Uno de los peligros que acecha a los cristianos más comprometidos,
sacerdotes y religiosos incluidos, es que hablen mucho de Dios y de Cristo,
pero no tengan tiempo para hablar con Él y escucharlo.
La presencia de estos “territorios” más o menos
cerrados a la Palabra no deben hacernos olvidar que Jesús afirma también la
existencia en el mundo, en cada uno de nosotros, de tierra buena, en la que el
sembrador siembra con la seguridad de una cosecha sobreabundante. Cuando
contemplamos la obra de la Palabra de Dios en personas que han sabido ser buena
tierra, como pueden ser los santos (y que cada cual elija los que sean de su
devoción), no podemos dejar de admirar los frutos abundantes que han dado, y no
sólo para sí, sino también para la vida del mundo. También hay en nosotros
buena tierra. Por ello, Dios siembra esperanzado. La Palabra de Dios es eficaz
y produce frutos. Una falsa humildad no debe descalificar o dejar de mirar
esta realidad: Dios no siembra en balde. Él está en nuestra vida y nos urge,
con suavidad, pero con insistencia.
El borde del camino, el pedregal, los abrojos, la
buena tierra…, a través de nuestras actitudes, hábitos, aficiones, prejuicios,
etc., en la complejidad de nuestra vida, somos un poco todo eso. No podemos,
sin embargo, contentarnos con ello. No basta con cuidar con mimo la semilla que
cae en buena tierra (aquello que ya hemos conseguido, donde podemos hacer algún
progreso); hay que trabajar para que todo en nosotros se vaya transformando en
tierra fecunda. Hay que desbrozar, roturar y abonar. Por medio de la oración,
los sacramentos, el contacto vivo con Jesús, nuestro Maestro, que nos invita a
acercarnos a él y subirnos a su barca, podemos ir convirtiendo en sementera los
espacios de nuestra vida reacios a la Palabra. Los frutos que demos así no son
un botín personal, “méritos” propios; los frutos evocan el don que se ofrece a
los demás, que sirve para ayudar y alimentar a otros. Es verdad que ese trabajo
puede comportar algunas renuncias y sufrimientos, pero, como dice San Pablo en
su carta a los Romanos, esos sufrimientos “no pesan lo que la gloria que un día
se nos descubrirá”. Pero no hay que pensar, como a veces hacemos, en una
especie de “premio” que, en el fondo, sería externo a nosotros mismos. El fruto
principal de la Palabra de Dios en nosotros es la plena manifestación los hijos
de Dios, en la que cada uno será plenamente sí mismo. Al hacernos hijos de Dios
en el Hijo Jesucristo, nuestra vida se convierte en semilla y en palabra, en
don y testimonio. Si, como hemos dicho, el cristianismo es la religión de
la Palabra, nosotros estamos llamados a ser en ella sus letras vivas.
José María Vegas, cmf.
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