Vivimos
en la época de la publicidad y de la imagen. Campañas de promoción para
cualquier producto, cualquier presentación de algo resultón, busca para
encauzarlo la bella figura de una joven, de un joven, con una música adecuada
que se te cuela pegadiza, evitando a toda costa lo que pudiera distorsionar el
objetivo del éxito, el triunfo de la ocasión. Así, con esta envoltura, los
ancianos no suelen figurar en los programas de ventas salvo que se trate de
productos geriátricos, ni forman parte de ningún protagonismo en una sociedad
que parece privilegiar a toda costa lo que deslumbra, lo que seduce, lo que
conquista, lo que triunfa aunque haya que construir ídolos de plesiglass en el
arte, en la cultura, en la política, cuya fecha de caducidad está controlada
rigurosamente por quien en la sombra tiene el mando a distancia que maneja los
hilos del mundo.
Los
ancianos, los viejos, los jubilados, los abuelos… no cuentan. Tanto no cuentan
que empiezan a molestar cuando su edad o su deterioro físico les hacen sospechosos
de un estorbo fatal que se arrincona, se censura o se llega incluso a eliminar.
Bajo el eufemismo de una “muerte digna” se pretende excluir a quienes se ha
decidido que su vida no debe contar ya, que cuesta demasiado mantenerlos, que
no producen nada, que complican los cálculos del egoísmo insolidario. Es lo que
el Papa Francisco llama “eutanasia cultural”.
Frente a
esta actitud, destaca el aprecio y la defensa por la vida que la Iglesia
siempre ha mantenido y mantendrá. La vida en todas sus fases y circunstancias:
desde la del no nacido hasta la del anciano o enfermo terminal. La vejez no es
un estigma de castigo, sino un momento en donde poder testimoniar el gusto por
la vida, esa vida cargada de experiencia. Decía el papa Francisco: “la desorientación
social y, en muchos casos, la indiferencia y el rechazo que nuestras sociedades
muestran hacia las personas mayores, llaman no sólo a la Iglesia, sino a todo
el mundo, a una reflexión seria para aprender a captar y apreciar el valor de
la vejez”. Lo decía igualmente con belleza el Papa emérito Benedicto XVI: “Los
ancianos son un valor para la sociedad, sobre todo para los jóvenes. No es
posible el verdadero crecimiento humano y educación sin un contacto fecundo con
los ancianos, porque su existencia es como un libro abierto en el cual las
jóvenes generaciones pueden encontrar indicaciones valiosas para el camino de
la vida”.
Tenemos
un recuerdo emocionado hacia todas esas personas mayores que mayoritariamente
han sufrido las consecuencias del zarpazo de la pandemia que nos sigue
preocupando enormemente. La experiencia vivida durante este tiempo de pandemia
tendría que ayudarnos también a todos, especialmente a quienes tenemos algún
tipo de responsabilidad en el ordenamiento civil y en la convivencia social, a
descubrir que hemos de cambiar nuestra forma de pensar y de actuar en las
relaciones sociales y, especialmente, con nuestros mayores. Desde el exquisito
respeto a su dignidad y desde la valoración de sus aportaciones a la
estabilidad familiar y al bien común de la sociedad, hemos de ofrecerles una
atención y unos cuidados ricos en humanidad y en verdaderos valores.
Por eso,
estando cerca la fiesta de San Joaquín y Santa Ana, “abuelos” de Jesús, con
inmenso respeto y con mucha alegría hacemos un homenaje a los abuelos, que
siguen sosteniendo en tantos sentidos aquello que permite que la familia siga
unida, no pierda sus raíces humanas y cristianas, y representan la sabiduría de
quien ha relativizado lo que es secundario y trivial, mientras que no renuncian
a lo que de suyo es lo único importante cuando del amor, la vida, la fe, la
paz, o la fidelidad se trata. Por tanta entrega generosa y gratuita, sincera y
entera, por un amor que no se ha caducado sino mejorado con el paso de los
años, por todo ello: gracias. Que sigamos aprovechando la sabiduría y el
impagable regalo que suponen los mayores en nuestra vida.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
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