Se van
sumando gestos varios que desde la nobleza humana y desde la esperanza creyente
vamos entonando nuestro particular recuerdo por los que en estos meses de
pandemia el virus dañino se ha llevado por delante. Los cristianos hemos
querido tener un gesto de celebrar el mismo día y a la misma hora en todas las
Catedrales de España, una Misa en sufragio por cuantos han fallecido en todo
este tiempo. En Asturias, he pedido a todos los sacerdotes que hagan lo propio
en sus parroquias, incluso leyendo unas palabras mías que yo leeré en la
homilía de la Catedral. Será este domingo 26 julio, a las 12h.
No pocas
personas que directa e indirectamente han sufrido la pandemia que nos tiene
asolados, han querido ver en el coronavirus una especie de maldición punitiva,
como si de un castigo imprevisto se tratase tras el enojo de no sé qué dioses.
Ante esta deriva de fetiche, sólo queda arrebujarse tras los muros de la casa,
guardando una distancia que nos haga extraños sospechosos y enmascarándonos
como si fuésemos maleantes. El hombre creyente, ante algo que supera nuestras
expectativas y recursos, ante lo que nos deja perplejos y heridos, no reacciona
esperando simplemente a ver si escampa para volver a lo de antes, a lo de
siempre, como si no hubiera sucedido nada reseñable.
Al nacer
somos esperados por quienes más nos quieren. Se asoman a ese trocito de vida
vulnerable que comienza su vida llorando, para que podamos sentir el calor que
hemos perdido al salir del cálido seno de nuestra madre y la protección que
ella nos brindaba dejándonos crecer en sus adentros maternos.
Ellos nos han
visto crecer día tras día, levantándonos cuando caíamos, colmando nuestras
ignorancias con su sabiduría, transmitiéndonos sus valores que guiarán nuestros
pasos en la jungla de la vida, mostrándonos su afecto lleno de sentimiento
veraz, su fe que nos permite ver los horizontes eternos en las coyunturas
limitadas de nuestro camino. En ese hogar fuimos recibidos y con la gente que
más queremos y nos quiere somos al final también despedidos. Hoy tenemos un
recuerdo especial por las personas que durante este tiempo de pandemia han
fallecido: por todos ellos. Nosotros hoy estamos para otra cosa, y en la casa
de Dios no cabe otro homenaje que no sea ante la muerte de un ser querido el
que siempre hacemos los cristianos: rezar a Dios pidiendo la salvación, poner
unas flores que exprese la humilde gratitud por tanto recibido de ellos durante
la vida, y avivar el recuerdo de sus palabras y ejemplos que han sembrado en nosotros
la sabiduría.
Los
cristianos no creemos en la vida larga como creen firmemente los que no tienen
fe, afanándose en apurar sus años que terminan irremediablemente caducando
dando paso al vacío de la nada que termina en el olvido progresivo. Los cristianos
no creemos en la vida longeva, sino en la vida eterna. Amamos la vida y la
deseamos larga y serena, pero nos sabemos llamados a una eternidad que no
acaba, junto a Dios y a cuantos aquí en la tierra Él nos puso cerca. Esta es la
Buena Noticia que Jesús nos vino a traer venciendo su muerte y la nuestra. Esta
es la deriva final que deseamos para quienes han sufrido en esta pandemia la
muerte sobrevenida en esta circunstancia. Los recordamos con toda la gratitud y
en nuestro corazón quedan sus gestos y palabras. Los encomendamos en nuestras
plegarias pidiendo para ellos lo que a ellos en Dios les aguarda. Y ponemos en
su memoria las flores que no se marchitan cuando las riegan nuestro afecto y la
esperanza cristiana.
Llega
ahora el trabajo de seguir construyendo cada día nuestra historia inacabada,
poniendo lo mejor de nosotros mismos, siendo responsables en lo personal y en
lo comunitario, para favorecer que se pueda superar cuanto antes esta difícil
prueba. Que Dios os guarde y que la Santina siempre os bendiga.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
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