La parábola del sembrador respondía al desaliento de
los discípulos por la aparente falta de frutos de la predicación del Evangelio.
La parábola del trigo y la cizaña responde a una forma más dramática de
desconcierto en los discípulos de Jesús y que, por tanto, todos nosotros
podemos experimentar. Es el que procede del escándalo del mal en el mundo y en
la Iglesia. No se trata sólo de que la Buena Noticia se extienda con gran
dificultad, hasta el punto de que nos pueda parecer que la misión de la Iglesia
es un esfuerzo estéril. Es que, además, con frecuencia, tenemos la sensación de
que el mal es mucho más poderoso que el bien y se impone con mayor velocidad y
eficacia. Y no se trata sólo del mal “en el mundo”, sino también en el campo de
la Iglesia, en medio de aquellos que han acogido la buena semilla de
Jesucristo. Esta es en verdad una gran causa de escándalo para creyentes y no
creyentes, para miembros de la Iglesia y para los que se sienten fuera de ella.
El mal (y hoy hablamos sólo del mal moral, el que depende exclusivamente de la
voluntad del hombre), que parece dominar por todo el mundo en forma de
injusticia, violencia, corrupción, pobreza, marginación, desigualdad y un
etcétera que se podría prolongar casi indefinidamente, se hace presente también
en la Iglesia: allí donde la semilla de la Palabra ha encontrado buena tierra y
debería producir frutos sobreabundantes de vida nueva resulta que crecen
también los amargos frutos del mal que Jesucristo ha venido a combatir.
El escándalo puede llegar hasta el punto de estar
tentados de culpar al sembrador del crecimiento de la mala semilla. Es la
clásica objeción que se ha esgrimido tantas veces contra Dios: si el Creador
hizo todo de la nada y lo hizo bueno, y muy bueno (cf. Gen 1, 31), ¿cómo
explicar la presencia del mal en el mundo? O Dios quiere eliminar el mal y no
puede, y entonces no es todopoderoso, o puede y no quiere, y entonces no es
bueno; en los dos casos parece que no se puede aceptar la existencia de Dios.
En la parábola de Jesús, pese a su aparente
simplicidad, existen indicaciones muy profundas para entender la respuesta a
estas graves objeciones. En primer lugar, Dios no ha creado un mundo totalmente
acabado, sino sometido a la ley del crecimiento: ha sembrado buenas semillas
que deben dar buenos frutos. Pero para que ese proceso llegue a buen puerto es
necesaria nuestra colaboración. Dios nos ha confiado parte de esta tarea, y nos
ha dado libertad y autonomía para realizarla responsablemente. Esto significa que,
aunque es verdad que todo lo que Dios ha creado es bueno, esa bondad está
llamada a crecer y perfeccionarse. Y esto, que se cumple en todo el mundo, es
especialmente patente en el hombre. Precisamente porque ha recibido la semilla
de la razón y la libertad, el hombre es responsable del mundo que Dios le ha
confiado y, sobre todo, de sí mismo y de sus hermanos.
La semilla de la cizaña fue sembrada mientras “la
gente dormía”. Vivir responsablemente es vivir en vela, con los ojos abiertos,
sin abdicar de esa responsabilidad. Aquí dormir no significa simplemente
descansar, sino desentenderse, vivir irresponsablemente, no asumir como se debe
la propia libertad, abusar de ella. Es entonces cuando “el enemigo” aprovecha
para sembrar la mala semilla. Es interesante subrayar que las buenas obras se
siembran a plena luz, tienen un carácter sincero, abierto y sin tapujos,
mientras que el mal se esconde, actúa a hurtadillas, tratando de cargar la
responsabilidad sobre aquél que creó el bien y sembró la buena semilla. De ahí
la pregunta de los criados, que bien podría ser un reflejo de las objeciones
contra Dios de las que hablamos antes: “Señor, ¿no sembraste buena semilla en
tu campo? ¿De dónde sale la cizaña?” Cuando el señor responde que lo ha hecho
“el enemigo”, podemos entender a ese enemigo de muy diversas formas: puede ser
el diablo, pero también nosotros mismos cuando nos dejamos llevar de nuestros
intereses egoístas y desoímos la Palabra de Dios, y nos negamos a realizar la
tarea a la que Dios nos ha llamado. El denominador común de ese enemigo
sembrador de cizaña es la libertad personal. Así que la cuestión es que existen
actitudes, formas de vida, opciones vitales que se hacen libremente enemigas de
Dios y de su obra y que siembran el mal en el mismo campo en el que Dios ha
depositado la buena semilla.
La respuesta sobre el origen del mal (que aquí sólo
mencionamos de pasada) abre otra cuestión, que es la principal en el Evangelio
de hoy: qué hacer ante la presencia del mal. La propuesta de los criados es una
tentación permanente que se ha repetido muchas veces a lo largo de la historia
y que ha producido no pocos destrozos y sufrimientos: ir y arrancar la cizaña
que ha empezado a despuntar junto con el trigo. No debemos entender la
respuesta del dueño del campo como una llamada a la pasividad, como si ante la
presencia del mal debiéramos simplemente no hacer nada, dejándolo campar por
sus respetos, sin defendernos de él ni tratar de que triunfe la justicia. Son
muchas las palabras de Jesús en el Evangelio las que nos hablan de una actitud
comprometida con la causa del bien, de una resistencia activa ante las fuerzas
del mal, empezando por el que encontramos en nosotros mismos. Pero cuando Jesús
nos dice que no hay que arrancar la cizaña, para no arrancar al mismo tiempo el
trigo, nos está diciendo que en la lucha contra el mal no podemos caer en la
tentación de usar las mismas armas de aquello que combatimos. Es la tentación
de pensar que el fin (bueno) justifica los medios (malos), que la causa de la
verdad se puede defender con la imposición violenta, la de la justicia, con el
engaño, la de la paz, con la injusticia. Cuántas veces a lo largo de la
historia se ha querido implantar el bien, la justicia, la libertad o la
igualdad al precio de pasar por encima de los derechos y hasta la sangre de los
inocentes; cuántas veces se ha querido acabar con el mal a base de “cortar por
lo sano” y haciendo pagar a justos por pecadores. También en la historia
de la Iglesia podemos encontrar por desgracia episodios de este tipo (tal
vez menos de los que se dicen, pero siempre más de los que serían de desear).
La tentación es tan fuerte, que hasta Jesús llegó a sentirla: “todo esto (todos
los reinos del mundo) te daré, si te inclinas y me adoras” (Mt 4, 9; Lc 4, 7);
es la tentación de servir al bien usando el mal, de extender el reino de la luz
con los métodos del reino de las tinieblas. Es claro que cuando esto sucede no
sólo no eliminamos el mal (la cizaña), sino que destruimos los frutos de la
buena semilla. Y los que se pretenden justicieros de esa manera, se convierten,
a sabiendas o no, en “enemigos” que, queriendo arrancar la cizaña, en realidad
están arrancando el trigo y sembrando semillas de futuras cizañas.
Es necesario combatir el mal, pero sólo con las armas
del bien, y esto requiere la fe, la esperanza y la paciencia a la que Jesús nos
llama en el Evangelio de hoy: renunciar absolutamente a la injusticia, al
engaño, a todo abuso de poder, a toda contravención de los derechos ajenos, a
toda violencia injustificada. Para actuar así tenemos que soportar una cierta
porción de mal, que es, por cierto, el corazón de la verdadera tolerancia, pero
sólo de esa manera evitamos contagiarnos del mal que queremos combatir. Además,
de este modo imitamos la paciencia de Dios con el tiempo de la historia, el
tiempo en el que los hombres estamos llamados a cuidar y hacer crecer la buena
semilla sembrada por Dios; e imitamos a Jesucristo, que echó las semillas del
Reino sin imposiciones ni violencia, sin ceder a la tentación (en el fondo
absurda, pero que nos acosa sin cesar) de ganar el mundo para Dios inclinándose
ante el diablo. En él la paciencia de Dios se ha convertido en pasión, en
padecimiento: el precio de la cruz, que Jesús asumió por no ceder a las
insidias del diablo.
Que todo esto no tiene nada que ver con la pasividad
que baja las manos ante los embates del mal se ve en la gran posibilidad que
siempre tenemos frente a ese poder oscuro, de la que nos habla tan hermosamente
la primera lectura: la posibilidad del perdón. La omnipotencia creadora de Dios
no tiene nada que ver con la capacidad de destrucción, sino que se manifiesta
en el perdón, la indulgencia, la paciencia. “El justo debe ser humano”: el
Justo y fuente de toda justicia se ha hecho humano en Jesucristo, y en él, que
ha cargado sobre sí los pecados del mundo, vemos cómo Dios, ante el pecado y el
mal, nos da lugar al arrepentimiento, nos ofrece su perdón. También nosotros,
discípulos de Jesús, debemos combatir el mal, no siendo prontos a condenar y
arrancar, sino ofreciendo la fuerza divina y creadora del perdón. Dios cree en
nosotros, cree que podemos cambiar; Dios no se cansa de esperar en nosotros,
tiene la esperanza de nuestra conversión. ¿No deberíamos nosotros, que decimos
creer y esperar en Dios, creer y esperar también en nuestros hermanos, también
en nosotros mismos? Cuando lo hacemos, tal vez tengamos que soportar con
paciencia una cierta dosis de cizaña, pero estaremos sembrando la buena semilla
del trigo que Dios arrojó a nuestro mundo con la esperanza de encontrar buena
tierra.
Si a veces nos cuesta entender el misterio del mal y
la forma en que Dios reacciona ante él, podemos recordar que nuestras
debilidades también afectan a nuestra mente y que siempre podemos pedir que el
Espíritu venga en ayuda de esta debilidad nuestra; que él, que escudriña los
corazones, nos dé la capacidad no sólo de entender, sino también de vivir
conforme a la lógica de la paciencia y del perdón de Dios.
José María Vegas, cmf.
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